martes, octubre 09, 2018

Lisímaco Chavarría



LISÍMACO CHAVARRÍA




Poeta nacido en San Ramón de Alajuela (Costa Rica) el 10 de mayo de 1878, en un modesto hogar que tenía su asiento cerca del cementerio de la ciudad. Hijo de Eduardo Chavarría y Teresa Palma.

En su juventud se dedicó a la pintura y a la escultura, como medio para ganarse la vida en un ambiente hostil a las manifestaciones literarias. También fue relojero, y además maestro en una escuela de Tabarcia de Mora y en Santa Rosa de Nicoya. Laboró en sus últimos diez años en la Biblioteca Nacional.

En medio de sus labores no dejaba de escribir poesía. En 1909 obtuvo el galardón La Flor Natural en los juegos florales de Costa Rica y dos Menciones Honoríficas. Este premio nacional, marca la consagración de Lisímaco como poeta de una época y lo lanza internacionalmente mediante el reconocimiento de figuras tan prestigiosas como Rubén Darío, Magallanes Moure, Manuel Ugarte, Ismael Urdaneta, José Enrique Rodó, quienes se convirtieron en sus amigos epistolares.

Sus primeros escritos, debido a su timidez, los esconde bajo el nombre de Rosa Corrales de Chavarría, su primera esposa. Lisímaco fallece en casa de su madre, la tarde del 27 de agosto de 1913.




1. Espigas y azucenas

La muerte es un matiz de la existencia,
morir es florecer en otra forma;
la caduca materia se transforma
en ser nuevo, en rosales o en esencia.

La vejez es la humana inconsistencia
que sometida a la inflexible norma
de Natura, se rompe o se deforma
en átomos, en luz o en florescencia.

¿Por qué miedo a la muerte? No lo acierto,
sí de todo placer triunfan las penas,
las cuales finan cuando el ser ha muerto.

La vida se desciñe sus cadenas
y en la huesa, en el Carmen o en el huerto,
la carne se hace espigas o azucenas.



2. Manojo de guarias

Moradas cual la túnica de Cristo,
columpiando sus pétalos de seda,
en mis bosques nativos las he visto
donde el sinsonte al manantial remeda.

Caprichos de amatista suspendidos
en los troncos de ceibas centenarias,
fulgores de la aurora detenidos
sobre el remanso azul, así las guarias.

La más preciada flor costarriqueña
que florece en tejados y pretiles,
parece un alma que en la tarde sueña
con el paje floral de los abriles.

De noche, cuando salen las estrellas,
como pálidas niñas del espacio,
riegan collares de ópalos sobre ellas
y entonces son joyeles de topacio.

Un manojo de guarias, tal los versos
que vengo a deshojar a tu ventana;
son candorosas cual tus labios tersos,
como tu sien de rosa y porcelana.

Te ofrezco el ramillete delicado
de las frescas parásitas nativas:
lo recogí no ha mucho de mi prado
de helechos y jaral y siemprevivas.

Aun viene con las gotas del rocío
que sobre él salpicaron las auroras;
tiene fragancia del terruño mío,
de reinas de la noche y de pastoras.

Lo vieron florecer los campesinos
en las mañanas tibias de labranza,
cuando los bueyes van por los caminos
oyéndole al jilguero su romanza.

Lo vieron reventar los manantiales
en las noches de luna, en las montañas,
como rizos de sedas orientales
junto a la paz rural de las cabañas.

¿Para quién han de ser? ¡Oh dulce niña!
Para ti compañera de mis rutas
son las flores que bordan mi campiña
rica de mies y de doradas frutas.

¿Para quién han de ser? Entre tus manos
serán así como imperial ofrenda,
cual jirón que te dejen los veranos
cuando la tarde en el azul descienda.

Recibe este manojo hecho de guarias
que fueron el collar de las encinas;
ellas te llevan las cadencias varias
que saben las dulzainas campesinas.


3. Anhelos Hondos

Allá en el camposanto
que esmaltan las auroras de amaranto
y las tardes de sándalo y carmín,
allá donde la hiedra
abraza con amor la cruz de piedra
anhelo ahora descansar al fin.

Allá donde los vientos juguetones
columpian los rosales en botones
y lloran al pasar,
allá donde los lúgubres cipreses
me esperan hace meses
anhelo descansar.

En mi pueblo que doble la campana
bajo el oro del sol de la mañana
por este su nativo trovador;
en mi pueblo... y que manos cariñosas
me lleven a la huesa muchas rosas
cortadas con amor.

Mi cuerpo que se torne en pasionarias,
y que adornen las tumbas silenciarias
en las tardes de lumbre tropical:
es el único anhelo que hoy me inspira
y que siga la cruz siendo la lira
del alma mía que será inmortal.



4. En el trapiche

Hay regocijos en la cabaña
tiende la tarde rojos cendales
y dos carretas llenas de caña
vienen vibrando de los cañales.

Crujen las mazas dando sus vueltas
y los gañanes el horno atizan
y dos chicuelos de mangas sueltas
con sus cuchillos la caña alisan.

Los bueyes giran por un camino
que en el bagazo finge una boa,
y baja el jugo, color de vino,
haciendo espumas en la canoa.

Cantan los mozos y un chico baila
oyendo aquellos cantar en coro,
y sobre el fuego hierve la paila
echando al aire burbujas de oro.



5. Esmeraldas

Ensaya el marinero en su canoa
un aire de nativa cantinela,
y el Sol se expande encima de la estela
que hierve y fulge al avanzar la proa.

Debajo de una ceiba está una boa,
dijérase que atisba con cautela,
mientras la garza por el éter vuela
copiándose en el ponto de Balboa.

El Dios de lumbre al derramar sus oros
del piélago de añil sobre la espalda,
de la selva abrillanta los colores.

Bajo el fuego que al trópico rescalda,
emigran, hacia el Norte, treinta loros
fingiendo treinta dardos de esmeralda.



6. Criolla

El joven campesino, ya de tarde,
volvió, con la herramienta, hacia la choza;
hizo un manojo de silvestres flores
para ofrecer a su gallarda novia.

La tarde rubia coloreó de bronce
la seda delicada de las rosas
y tal como un renglón, cruzó el espacio
una hilera lejana de palomas.

La alegre carretera quedó muda
como sierpe dormida entre la sombra;
en tanto que el trapiche lugareño
echó a los vientos su canción monótona.

Más tarde la guitarra de aquel mozo
bajo un alero detalló sus notas;
al montañés lo sorprendió la luna
con las flores cantándole a la novia.



7. No supe nada

Por la vereda que baja al yurro
marchan dos mozos bajo la tarde;
hay en los fuetes como un susurro
y el Sol poniente parece que arde.

Ella es descalza, de trenza doble,
de ojos muy negros y muy risueña;
él es robusto, –tal es un roble, –
de manos fuertes y faz trigueña.

Ambos, unidos, marchan del brazo,
entre güitites de fronda verde,
cantando bajan por el ribazo
y la pareja por fin se pierde.

Venus que atisba desde la altura,
los vio ocultarse tras la enramada...
“¡Nunca me olvides!”, ella murmura,
y al fin de todo... no supe nada.



8. Nuestra bandera

Rojo: así son los labios de las niñas,
el tinte del crepúsculo, la rosa
de Sión y el arrebol de la sabrosa
granada que sazona en mis campiñas.

Azul: así el color de las montañas
erguidas al espacio, así los mares
y el cielo en donde ruedan a millares
los astros como fúlgidas arañas.

Blanco: la nieve secular es blanca,
la inocencia, la espuma del riachuelo
y el rostro casto de la Venus manca.

Los tintes más preciados de las flores,
luces, bandera, cual jirón que el cielo
colgara de la altura, hecho colores.



9. El Cristo de Esquipulas

El gallo ese clarín de la primera
luz alza el canto anunciador del día
y la gente devota en romería,
invade la polvosa carretera.

La viuda, la casada y la soltera
conducen sus promesas y en la vía
refieren los milagros a porfía
que el Cristo de Esquipulas les hiciera.

Aquella porta un corazón de plata,
promesa que nació de unos amores
que echó por tierra la traición de un suegro.

Y la otra se curó una catarata,
lleva un ojo, hecho de oro, y unas flores
en pago del milagro al Cristo Negro.



10. Contienda bárbara

Es ella una serpiente de colores
versada en quebrantar en los cubiles
cachorros de jaguar, pumas sutiles
en las selvas, y pájaros cantores.

El un perro de buenos cazadores
que supo desgarrar, con sus marfiles,
el apuesto león y aun los reptiles
que fueron a enroscarse tras las flores.

Precipítase el can, ella lo espera
encógese... y alárgase... y da un silbido
y le inyecta su tósigo de fiera.

El perro la sacude al verse herido
y recorre por toda la pradera
un grito de dolor hecho alarido.








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