lunes, diciembre 02, 2019

Mariano Melgar


MARIANO MELGAR


“El poeta de los yaravíes”

Mariano Lorenzo Melgar Valdiviezo, nació el 12 de agosto de 1790 en la catedral de Arequipa, hijo de Juan de Dios Melgar y de Andrea Valdivieso. Fue un poeta y revolucionario independentista peruano. En el plano literario, es más conocido por haber dado cabida en su creación a los yaravíes.

El 19 de setiembre de 1807, después de haber hecho sus primeros estudios en la escuela que funcionaba en el convento de San Francisco de Arequipa, Mariano aprueba el examen de ingreso al seminario de San Jerónimo de la misma ciudad para estudiar Teología. Luego de tres años se hace acreedor a una beca de gracia y se le encarga servir interinamente la clase de Gramática.

Se enamora con pasión de su prima en segundo grado María Santos Corrales, a la que dedica la inmortal “Carta a Silvia”. Viaja a Lima con el propósito de obtener el grado de doctor, aunque no se sabe si logró tal objetivo. De vuelta en Arequipa, el poeta encuentra indiferente a “Silvia” y, para olvidarla, se dedica a leer y traducir a Ovidio, además de ejercer el trabajo del campo en el valle de Majes. De esa etapa debe nacer su recurrencia poética en el tema del abandono, fundamental en la lírica precolombina que, alejándose de las formas neoclásicas coloniales, utiliza una modalidad lírica nativa (el harawi o canción de tema amoroso), dando como resultado una auténtica poesía mestiza, cuyos versos se llamarían posteriormente “yaravíes”. Al decir del crítico Augusto Tamayo Vargas “el yaraví es la descomposición castellana del primitivo harawi, como manifestación mestiza dentro de la literatura peruana”, que recoge los elementos vernaculares, convirtiéndolos en motivos poéticos.

A pesar de su formación neoclásica, su obra presenta rasgos prerrománticos: sentimentalismo, amor por la naturaleza, culto a la libertad y fervor patriótico. También resulta prerromántico su interés por las inquietudes del pueblo y su asimilación de una forma mestiza de canción muy extendida en los Andes, los yaravíes, en que el idioma es el español, pero la música y la temática resultan andinas; los yaravíes son composiciones en metros cortos cuyo tema más común es el lamento amoroso, y se cantan con acompañamiento de guitarra o de "quena" (flauta de caña). El tema predominante de su poesía es su amor por Silvia, pasión colmada de dolor y despecho.

Melgar es considerado el precursor del Romanticismo literario en América y el iniciador de una literatura auténticamente peruana.

En 1914, en los primeros días de agosto, estalla una revolución en el Cuzco bajo la inspiración de los hermanos Angulo, acaudillada por Mateo García Pumacahua. Mariano Melgar, que se hallaba en Majes, se enrola en Chuquibamba a las fuerzas patriotas que van a unirse el ejército de Pumacahua en Arequipa. Dada su preparación es designado auditor de guerra.

El 28 de febrero de 1815 Vicente Angulo firma en Ayaviri una oferta de paz dirigida al general realista Juan Ramírez, que se supone fue escrita por Mariano Melgar. El 11 de marzo del mismo año, luego de la derrota en Umachiri, el poeta arequipeño es hecho prisionero, siendo fusilado al día siguiente (seis días después sería ahorcado Pumacahua) cuando apenas tenía 24 años. Se dice que cuando el oficial jefe de pelotón pretendió ponerle a Mariano Melgar una venda sobre los ojos, éste la rechazó diciendo: “Póngansela ustedes que son los engañados porque América será libre antes de diez años”.

La mayor parte de la obra de Mariano Melgar ha sido publicada póstumamente y clasificada, a propuesta de Aurelio Miró Quesada y otros especialistas, de la siguiente manera:

─ Poesía filosófica (odas y cuartetas)
─ Poesía cívica (odas y octavas)
─ Poesía laudatoria (odas, sonetos, octavas)
─ Poesía amatoria (elegías, rimas provenzales, sonetos, décimas, canciones varias, octavas, glosas)
─ Epístolas
─ Yaravíes
─ Fábulas
─ Epigramas
─ Traducciones y paráfrasis.

En 1827 aparece en Ayacucho la “Carta a Silvia” y en junio del mismo año El Republicano de Arequipa publica cinco fábulas de Mariano Melgar. En 1831, en el mismo periódico, pueden leerse sus Canciones (sólo más tarde, a partir de 1861, serían llamadas “yaravíes” de Mariano Melgar). Dos años después, en 1833, con el sello de la Imprenta del Gobierno, se edita la traducción del Arte de olvidar de Ovidio, que Mariano Melgar llamó Remedio de amor. Ese mismo año, el 16 de setiembre, llegan a Arequipa los restos de Mariano Melgar y al día siguiente son enterrados en el recién inaugurado cementerio de la Apacheta.

En 1971 la Academia Peruana de la Lengua publicó una edición completa tanto de los poemas como de otros textos de Mariano Melgar, y en 1995 Enrique Carrión Ordóñez le dedicó un trabajo biográfico integral.



Poemas



Bien puede el mundo entero conjurarse
contra mi dulce amor y mi ternura,
y el odio infame y tiranía dura
de todo su rigor contra mí armarse;

Bien puede el tiempo rápido cebarse
en la gracia y primor de su hermosura,
para que cual si fuese llama impura
pueda el fuego de amor en mí acabarse,

Bien puede en fin la suerte vacilante,
que eleva, abate, ensalza y atropella,
alzarme o abatirme en un instante;

Que al mundo, al tiempo y a mi varia estrella,
más fino cada vez y más constante,
les diré: “Silvia es mía y yo soy de ella”.




No nació la mujer para querida,
por esquiva, por falsa y por mudable;
y porque es bella, débil, miserable,
no nació para ser aborrecida.

No nació para verse sometida,
porque tiene carácter indomable;
y pues prudencia en ella nunca es dable,
no nació para ser obedecida.

Porque es flaca no puede ser soltera,
porque es infiel no puede ser casada,
por mudable no es fácil que bien quiera.

Si no es, pues, para amar o ser amada,
sola o casada, súbdita o primera,
la mujer no ha nacido para nada.




La Corte el buen filósofo aborrece
porque sólo maldad en ella mira;
ve triunfando tan sólo la mentira
y que pisada la verdad perece.

Ve que la Corte siempre ensoberbece
al que su aire pestífero respira,
y espantado por eso se retira
y al escuchar su nombre se estremece.

Son por eso en su Esencia portentosas,
su alma apacible e inocentes manos
habiendo estado en cortes engañosas.

Lo cierto es que si en ser rectos y humanos
los cortesanos fueran henestrosas
los filósofos fueran cortesanos.




Por ser dueño absoluto de la tierra
fue Alejandro en las guerras excelente
pero su esencia lo es únicamente
por el aliento que en su pecho encierra.

Por eso es que al principio de la guerra,
cuando en cualquier ejército valiente
discurre un pavor trío por la frente,
un corazón sereno no se altera.

Este obrar sin buscar correspondencia
se hace ver hoy con expresión más alta
en su grata y genial benevolencia.

En paz o en guerra, pues por sí se exalta;
y nunca se dirá de su excelencia
que faltando el motivo el favor falta.




¿Por qué a verte volví, Silvia querida?
¡Ay triste! ¿Para qué? ¡Para trocarse
mi dolor en más triste despedida!

Quiere en mi mal mi suerte deleitarse;
me presenta más dulce el bien que pierdo:
¡Ay! ¡Bien que va tan pronto a disiparse!

¡Oh, memoria infeliz! ¡Triste recuerdo!
Te vi... ¡Qué gloria! Pero ¡dura pena!
Ya sufro el daño de que no hice acuerdo.

Mi amor ansioso, mi fatal cadena,
a ti me trajo con influjo fuerte.
Dije: “Ya soy feliz, mi dicha es plena”.

Pero ¡ay! de ti me arranca cruda suerte;
este es mi gran dolor, este es mi duelo;
en verte busqué vida y hallo muerte.

Mejor hubiera sido que este cielo
no volviera a mirar y sólo el llanto
fuese en mi ausencia todo mi consuelo.

Cerca del ancho mar, ya mi quebranto
en lágrimas deshizo el triste pecho;
ya pené, ya gemí, ya lloré tanto...

¿Para qué, pues, por verme satisfecho
vine a hacer más agudos mis dolores
y a herir de nuevo el corazón deshecho?

De mi ciego deseo los ardores
volcánicos crecieron, de manera
que víctima soy ya de sus furores.

¡Encumbradas montañas! ¿Quién me diera
la dicha de que al lado de mi dueño,
cual vosotras inmóvil, subsistiera?

¡Triste de mí! Torrentes, con mal ceño
romped todos los pasos de la tierra,
¡Piadosos acabad mi ansioso empeño!

Acaba, bravo mar, tu fuerte guerra;
isla sin puerto vuelve las ciudades;
y en una sola a mí con Silvia encierra.

¡Favor tinieblas, vientos, tempestades!
Pero vil globo, profanado suelo,
¿Es imposible que de mí te apiades?

¡Silvia! Silvia, tú, dime ¿a quién apelo?
No puede ser cruel quien todo cría:
pongamos nuestras quejas en el cielo.

Él solo queda en tan horrible día.
Único asilo nuestro en tal tormento.
Él sólo nos miró sin tiranía.

Si es necesario que el fatal momento
llegue... ¡Piadoso Cielo! en mi partida
benigno mitigad mi sentimiento.

Lloro... No puedo más... Silvia querida,
déjame que en torrentes de amargura
saque del pecho mío el alma herida.

El negro luto de la noche oscura
sea en mi llanto el solo compañero,
ya que no resta más a mi ternura.

Tú, cielo santo, que mi amor sincero
miras y mi dolor, dame esperanza
de que veré otra vez el bien que quiero.

En sólo tu piedad tiene confianza
mi perseguido amor... Silvia amorosa,
el Cielo nuestras dichas afianza.

Lloro, sí, pero mi alma así llorosa,
unida a ti con plácida cadena,
en la dulce esperanza se reposa,
y ya presiente el fin de nuestra pena.




¡Oh dolor! ¿Cómo, cómo tan distante
de mi querida Silvia aquí me veo?
¿Cómo he perdido todo en un instante?

Perdí en Silvia mi dicha y mi recreo;
consentí en ello ¡ciego desvarío...!
Consentí contra todo mi deseo.

Y ved, aquí conozco el yerro mío,
ya cuando repararlo no es posible,
y es fuerza sufra mi dolor impío.

Así el nuevo piloto al mar terrible
se arroja sin saber lo que le espera,
y armase luego la tormenta horrible.

En negra noche envuelta ya la esfera,
pierde el valor, el rumbo y el acierto;
y a todos lados ve la parca fiera.

Pero al fin él verá su ansiado puerto,
o se acabaran pronto sus tormentos;
bien presto ha de mirarse libre o muerto.

Y aun en medio del mar ¿qué sentimientos
puede tener cuando en luchar se emplea
contra las fuertes ondas y los vientos?

Solo yo... Yo he perdido hasta la idea
de un débil esperar: no hallo consuelo...
¡Ay, Silvia... no es posible que te vea!

Ni morir pronto espero; ni mi anhelo
puede agitarme tanto, que ocupada
no sufra mi alma el peso de su duelo.

En una calma triste y desastrada,
fijos tengo los ojos en mi pena,
sin lograr más que verla duplicada.

En derredor de mí tan solo suena
el eco de los míseros gemidos
con que mi triste pecho el aire llena.

Solo el dolor por todos mis sentidos
entra hasta el corazón: todo es quebranto
que el alma abate en golpes repetidos.

¡Ay, Silvia! Si a lo menos tú, mi llanto
pudieras atender y mis sollozos...
¡Ah! mi acerbo dolor no fuera tanto.

Silvia, Silvia, os dijera: “Ojos hermosos,
mirad mi situación, ved mi tormento”,
y al instante, mirándome piadosos,

desvanecieran todo el mal que siento.
Acabadas por ti mis aflicciones,
a tu piedad deudor de mi contento.

Corriera ardiendo a ti: mis expresiones
fueran dulce llorar... ¡Con qué ternura
te estrechara...! ¡Ay! ¡Funestas ilusiones!

No, Silvia, no: la pena, la amargura
es todo lo que encuentra mi deseo:
cuanto alcanzo a mirar es noche oscura.




¿Por qué se aflige, si la noche llega,
el infelice que perdió el camino,
cuando en el campo para tomar senda
          no halla vestigio?

Al dulce sueño puede abandonarse;
que allá la aurora con hermoso brillo,
cuando despierte le dará las huellas
          que hubo perdido.

¿Por qué se asusta triste el navegante
cuando rompiéndose el profundo abismo,
baten los vientos y encrespadas olas
          a su navío?

Tiempo sereno sigue a la tormenta;
queda una tabla si creció el peligro;
o al fin perecen corazón y sustos
          a un tiempo mismo.

¿Por qué lamenta preso el delincuente,
si entre cadenas y pesados grillos
la muerte espera, como pena justa
          de su delito?

Ser justa pena puede consolarle;
aun la injusticia puede ser su asilo,
porque mil veces la maldad protegen
          jueces inicuos.

Para mí solo son las aflicciones;
para mí el susto y el llorar continuo,
porque en mí solo todos los trabajos
          se han reunido.

Yo perdí a Silvia, sin que rayar pueda
aurora alguna que los ojos míos
muestre su rostro, con la expresión dulce
          de su cariño.

Yo perdí a Silvia, y en su dura ausencia
de mil recelos me hallo combatido;
más que a la Parca temo de su afecto
          cualquier desvío.

Yo perdí a Silvia por injustas tramas
que me formaron viles enemigos,
sin que algo impuro procurase nunca
          mi afecto fino.

Más que en ser libre me gozaba en verme
esclavo suyo, de su amor cautivo;
y el verme lejos de pasión tan dulce
          es mi martirio.

Salir no puedo de esta horrible cárcel;
aquí me matan bárbaros caprichos:
mas no me matan, que para más pena
          infeliz vivo.

Yo perdí a Silvia ¿qué mayor tormento?
toda mi dicha fue su amable hechizo;
y en ella sola, todo con su ausencia,
          todo he perdido.

¡Ay, Silvia mía! Yo perdí tu vista;
ya es llorar solo todo mi destino;
sin que en mi llanto quede más consuelo
          que el llanto mismo.




Mustio ciprés que viste
crecer mi amor seguro
y en cuyo viejo tronco
escribí: “Silvia, ya mi pecho es tuyo”;

Y tú, claro arroyuelo,
cuyo dulce murmullo
acompañó sus voces
al ofrecerme su corazón puro:

Oídme, ya no puedo
callar el mal que sufro;
ya Silvia en ira ardiendo,
apagar quiere cuanto amor me tuvo.

Y obstinada porfía
que le he sido perjuro;
ya rabia y me aborrece,
y su rabia y su enojo son injustos.

Volved por mí vosotros,
decid si jamás hubo
amor que como el mío
fuera sincero, perdurable y puro.

Decidle cuántas veces
mirasteis que confuso
aquí llorar me hacían
mis amores, mis ansias y mis sustos.

Decidle cuántas veces
con ardor importuno
quiso encender Melisa
la llama que apagué viendo su orgullo

Y cómo yo leyendo
estos rasgos profundos
que grabó mi cariño,
repetí: “Silvia, ya mi pecho es tuyo”.

Decidle cuántas veces
otro primor del gusto,
otra pastora bella,
con mil caricias quiso hacerme suyo;

Y cómo yo, volviendo
a este tronco robusto,
para huir el peligro
leía: “Silvia ya mi pecho es tuyo”.

Decidle que no olvide
que aunque con rigor crudo
mi terrible destino
lejos de ella tenerme se propuso.

Yo abandoné mi suerte,
y a ella con veloz curso
volví, porque mi afecto
no padeciese menoscabo alguno.

Decídle que aun viendo
los dolores agudos
que me ha causado hoy mismo,
protesto ante vosotros que soy suyo.

Haced así que vea
que su rigor no es justo;
que yo siempre la quiero;
que el olvidarme infiel, es un perjurio.

Y si a pesar de todo
sigue su rigor duro,
decidle que me mata;
que mata al que ella con su amor sostuvo.

Porque ¿cómo viviera
sin su amoroso arrullo
mi pecho, siempre amante,
que en su pecho tiempo a su nido puso?

¡Ay Silvia! Si me matas,
si haces hoy este insulto
a un amor que no es digno
sino de amor eterno, firme y puro.

Moriré, mas mi cuerpo
haré que en negro luto
sepulten mis amigos
en este sitio lóbrego y oscuro;

Para que cuando pases
por este suelo inculto,
que oyó tantas promesas
de ser firme a mi amor el amor tuyo,

Mi pálido cadáver
desde el frío sepulcro
haga temblar tus huesos
diciendo: “¡Eres cruel!” Su eco profundo.




Cuando recuerdo los penosos días
en que agitado de mi amor reciente,
decirlo quise para que mi amada
          correspondiese;

Cuando a mis ojos se presenta el cuadro
de los pesares con que crudamente
me ha perseguido, ya que mi amor dije,
          mi infausta suerte:

Ya no sé cómo todavía el pecho
no ha escarmentado; todavía quiere,
aún late obstinado, y perpetúa
          su ardor perenne.

Quién me dijera: “¡Mueran ya tus penas!”.
¿Y quién apagará, para que muera
este ardor ciego que a mi pecho sólo
          penas promete?

¿Qué de lamentos me costó la empresa
de hacer que Silvia mi dolor supiese!
sustos y llantos me brindaba a miles
          mi anhelo fuerte.

Todo sufría, todo toleraba;
y todo hacía que mi llanto ardiente,
con la esperanza de mirarme amado,
          más se encendiese.

Conseguí al cabo que me amase Silvia,
¿Y he conseguido que mi llanto cese?
¡Ah! Su amor mismo de pesares nuevos
          es ancha fuente.

En el principio mi dolor nacía
de que anhelaba que mi afecto viese;
y los caminos de mostrarlo estaban
          cerrados siempre.

Luego la envidia levantó su mano,
me impidió verla, con furor aleve:
y hasta su vista parecía entonces
         entristecerme.

El fuerte muro que nos separaba
lo redoblaron; y al mirarme ausente,
de un golpe juntas sobre mí cayeron
          penas crueles.

Verme sin Silvia, solo y receloso
de que su afecto iba así a perderse,
oprimió mi alma con acerbas penas
          tan vivamente

Que abandonando mis designios todos,
y expuesto al fallo de insensibles jueces,
volé a mi centro como si esto sólo
          mi dicha fuese.

Así esperaba que mi amor probado
ella mirase para más quererme;
¡Y todo en vano...! Y ahora más que nunca
          mi alma padece.

Todas mis penas ya se renovaron,
y otras nuevas, mayores, se me ofrecen;
todas terribles porque ya, no de otros,
          de Silvia vienen.

La vista aparta de las pruebas firmes
que mi constancia le hacen tan patente;
y por sospechas, todas infundadas.
          Quiere perderme.

Casualidades o tal vez calumnias
son las que me hacen guerra, la más fuerte,
armando a Silvia de un furor que temo
          más que mil muertes.

Este es el cuadro triste y lastimoso
que Amor presenta, y éstos los placeres
que me ofrecía cuando a sus cadenas
          quiso atraerme.

Esta es la pena que el Amor infame
me ocultó entonces porque le siguiese;
y esto tan sólo para en adelante
          guardado tiene.

¿Dónde está el gozo? Dime, Amor tirano:
¿Es gozo acaso lo que darme puedes?
Mas, ¿a quién culpo...? Toda mi desgracia
          de mí proviene.

Libre fui y quise; libre soy y quiero,
y este albedrío que ama y que padece
es ese mismo que de su tormento
          salir no quiere.

¡Qué es esto, cielos! ¿Dónde está mi juicio?
¿Quién los dolores busca ni apetece?
¿Pues cómo yo hago que mis propias manos
          me armen las redes?

¿De dónde nace que no rompa el grillo,
si mis dolores me instan a romperle,
si poder tengo para destrozarlo
          y libre verme?

No puede menos; ésta ha sido pena
de que orgulloso dije muchas veces;
“Es imposible que el Amor tirano
          mi alma sujete”.

O algún delito pago en este estado;
pues de otro modo mi razón no entiende
que yo padezca, que librarme pueda,
          y no lo intente.

Cambiad ¡oh cielos! Si a vuestros decretos
este mi ruego conformarse puede;
cambiad la pena con que entre mis males
          me hacéis inerte.

Mudadla en otra que curar yo pueda,
o que incurable mi esperanza deje,
para que al menos mi inacción en ella
          no me atormente.




Sepa la cruel Melisa,
si a mi clamor se niega,
que el que sin fruto ruega
consigue aborrecer.

Entienda si con risa
de mí se burla altiva,
que a mí no me cautiva
quien me hace padecer.

Sepa que bien advierto
que aunque el Amor hermosa
me la pinte, y preciosa,
no es más que una mujer.

Pero eso, aun siendo cierto
que es beldad atractiva,
a mí no me cautiva
quien me hace padecer.

Conozca que el Amor
de la esperanza vive,
y muere si concibe
que no hallará placer.

Y así porque un rigor
de esperar más me priva,
a mí no me cautiva
quien me hace padecer.

A otros su frenesí
los degrada cuando hace
que un rigor los abrace
y un mal los haga arder.

Conmigo no es así;
no me encanta una esquiva,
a mí no me cautiva
quien me hace padecer.




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