MARIANO MELGAR
“El poeta de los yaravíes”
Mariano
Lorenzo Melgar Valdiviezo, nació el 12 de agosto de 1790 en la catedral de
Arequipa, hijo de Juan de Dios Melgar y de Andrea Valdivieso. Fue un poeta y
revolucionario independentista peruano. En el plano literario, es más conocido
por haber dado cabida en su creación a los yaravíes.
El
19 de setiembre de 1807, después de haber hecho sus primeros estudios en la
escuela que funcionaba en el convento de San Francisco de Arequipa, Mariano
aprueba el examen de ingreso al seminario de San Jerónimo de la misma ciudad
para estudiar Teología. Luego de tres años se hace acreedor a una beca de
gracia y se le encarga servir interinamente la clase de Gramática.
Se
enamora con pasión de su prima en segundo grado María Santos Corrales, a la que
dedica la inmortal “Carta a Silvia”. Viaja a Lima con el propósito de obtener
el grado de doctor, aunque no se sabe si logró tal objetivo. De vuelta en
Arequipa, el poeta encuentra indiferente a “Silvia” y, para olvidarla, se
dedica a leer y traducir a Ovidio, además de ejercer el trabajo del campo en el
valle de Majes. De esa etapa debe nacer su recurrencia poética en el tema del
abandono, fundamental en la lírica precolombina que, alejándose de las formas
neoclásicas coloniales, utiliza una modalidad lírica nativa (el harawi o
canción de tema amoroso), dando como resultado una auténtica poesía mestiza,
cuyos versos se llamarían posteriormente “yaravíes”. Al decir del crítico
Augusto Tamayo Vargas “el yaraví es la descomposición castellana del primitivo
harawi, como manifestación mestiza dentro de la literatura peruana”, que recoge
los elementos vernaculares, convirtiéndolos en motivos poéticos.
A
pesar de su formación neoclásica, su obra presenta rasgos prerrománticos:
sentimentalismo, amor por la naturaleza, culto a la libertad y fervor patriótico.
También resulta prerromántico su interés por las inquietudes del pueblo y su
asimilación de una forma mestiza de canción muy extendida en los Andes, los
yaravíes, en que el idioma es el español, pero la música y la temática resultan
andinas; los yaravíes son composiciones en metros cortos cuyo tema más común es
el lamento amoroso, y se cantan con acompañamiento de guitarra o de
"quena" (flauta de caña). El tema predominante de su poesía es su
amor por Silvia, pasión colmada de dolor y despecho.
Melgar
es considerado el precursor del Romanticismo literario en América y el iniciador
de una literatura auténticamente peruana.
En
1914, en los primeros días de agosto, estalla una revolución en el Cuzco bajo
la inspiración de los hermanos Angulo, acaudillada por Mateo García Pumacahua.
Mariano Melgar, que se hallaba en Majes, se enrola en Chuquibamba a las fuerzas
patriotas que van a unirse el ejército de Pumacahua en Arequipa. Dada su
preparación es designado auditor de guerra.
El
28 de febrero de 1815 Vicente Angulo firma en Ayaviri una oferta de paz
dirigida al general realista Juan Ramírez, que se supone fue escrita por
Mariano Melgar. El 11 de marzo del mismo año, luego de la derrota en Umachiri,
el poeta arequipeño es hecho prisionero, siendo fusilado al día siguiente (seis
días después sería ahorcado Pumacahua) cuando apenas tenía 24 años. Se dice que
cuando el oficial jefe de pelotón pretendió ponerle a Mariano Melgar una venda
sobre los ojos, éste la rechazó diciendo: “Póngansela ustedes que son los
engañados porque América será libre antes de diez años”.
La
mayor parte de la obra de Mariano Melgar ha sido publicada póstumamente y
clasificada, a propuesta de Aurelio Miró Quesada y otros especialistas, de la
siguiente manera:
─
Poesía filosófica (odas y cuartetas)
─
Poesía cívica (odas y octavas)
─
Poesía laudatoria (odas, sonetos, octavas)
─
Poesía amatoria (elegías, rimas provenzales, sonetos, décimas, canciones
varias, octavas, glosas)
─
Epístolas
─
Yaravíes
─
Fábulas
─
Epigramas
─
Traducciones y paráfrasis.
En
1827 aparece en Ayacucho la “Carta a Silvia” y en junio del mismo año El
Republicano de Arequipa publica cinco fábulas de Mariano Melgar. En 1831, en el
mismo periódico, pueden leerse sus Canciones (sólo más tarde, a partir de 1861,
serían llamadas “yaravíes” de Mariano Melgar). Dos años después, en 1833, con
el sello de la Imprenta del Gobierno, se edita la traducción del Arte de
olvidar de Ovidio, que Mariano Melgar llamó Remedio de amor. Ese mismo año, el
16 de setiembre, llegan a Arequipa los restos de Mariano Melgar y al día
siguiente son enterrados en el recién inaugurado cementerio de la Apacheta.
En
1971 la Academia Peruana de la Lengua publicó una edición completa tanto de los
poemas como de otros textos de Mariano Melgar, y en 1995 Enrique Carrión
Ordóñez le dedicó un trabajo biográfico integral.
Poemas
Bien puede el
mundo entero conjurarse
contra mi dulce
amor y mi ternura,
y el odio infame
y tiranía dura
de todo su rigor
contra mí armarse;
Bien puede el
tiempo rápido cebarse
en la gracia y
primor de su hermosura,
para que cual si
fuese llama impura
pueda el fuego
de amor en mí acabarse,
Bien puede en
fin la suerte vacilante,
que eleva,
abate, ensalza y atropella,
alzarme o
abatirme en un instante;
Que al mundo, al
tiempo y a mi varia estrella,
más fino cada
vez y más constante,
les diré:
“Silvia es mía y yo soy de ella”.
No nació la
mujer para querida,
por esquiva, por
falsa y por mudable;
y porque es
bella, débil, miserable,
no nació para
ser aborrecida.
No nació para
verse sometida,
porque tiene
carácter indomable;
y pues prudencia
en ella nunca es dable,
no nació para
ser obedecida.
Porque es flaca
no puede ser soltera,
porque es infiel
no puede ser casada,
por mudable no
es fácil que bien quiera.
Si no es, pues,
para amar o ser amada,
sola o casada,
súbdita o primera,
la mujer no ha
nacido para nada.
La Corte el buen
filósofo aborrece
porque sólo maldad
en ella mira;
ve triunfando
tan sólo la mentira
y que pisada la
verdad perece.
Ve que la Corte
siempre ensoberbece
al que su aire
pestífero respira,
y espantado por
eso se retira
y al escuchar su
nombre se estremece.
Son por eso en
su Esencia portentosas,
su alma apacible
e inocentes manos
habiendo estado
en cortes engañosas.
Lo cierto es que
si en ser rectos y humanos
los cortesanos
fueran henestrosas
los filósofos
fueran cortesanos.
Por ser dueño
absoluto de la tierra
fue Alejandro en
las guerras excelente
pero su esencia
lo es únicamente
por el aliento
que en su pecho encierra.
Por eso es que
al principio de la guerra,
cuando en
cualquier ejército valiente
discurre un pavor
trío por la frente,
un corazón sereno
no se altera.
Este obrar sin
buscar correspondencia
se hace ver hoy
con expresión más alta
en su grata y
genial benevolencia.
En paz o en
guerra, pues por sí se exalta;
y nunca se dirá
de su excelencia
que faltando el
motivo el favor falta.
¿Por qué a verte
volví, Silvia querida?
¡Ay triste!
¿Para qué? ¡Para trocarse
mi dolor en más
triste despedida!
Quiere en mi mal
mi suerte deleitarse;
me presenta más
dulce el bien que pierdo:
¡Ay! ¡Bien que va
tan pronto a disiparse!
¡Oh, memoria infeliz!
¡Triste recuerdo!
Te vi... ¡Qué
gloria! Pero ¡dura pena!
Ya sufro el daño
de que no hice acuerdo.
Mi amor ansioso,
mi fatal cadena,
a ti me trajo
con influjo fuerte.
Dije: “Ya soy
feliz, mi dicha es plena”.
Pero ¡ay! de ti
me arranca cruda suerte;
este es mi gran
dolor, este es mi duelo;
en verte busqué
vida y hallo muerte.
Mejor hubiera
sido que este cielo
no volviera a
mirar y sólo el llanto
fuese en mi
ausencia todo mi consuelo.
Cerca del ancho mar,
ya mi quebranto
en lágrimas
deshizo el triste pecho;
ya pené, ya
gemí, ya lloré tanto...
¿Para qué, pues,
por verme satisfecho
vine a hacer más
agudos mis dolores
y a herir de
nuevo el corazón deshecho?
De mi ciego deseo
los ardores
volcánicos crecieron,
de manera
que víctima soy
ya de sus furores.
¡Encumbradas
montañas! ¿Quién me diera
la dicha de que
al lado de mi dueño,
cual vosotras
inmóvil, subsistiera?
¡Triste de mí!
Torrentes, con mal ceño
romped todos los
pasos de la tierra,
¡Piadosos acabad
mi ansioso empeño!
Acaba, bravo
mar, tu fuerte guerra;
isla sin puerto
vuelve las ciudades;
y en una sola a
mí con Silvia encierra.
¡Favor
tinieblas, vientos, tempestades!
Pero vil globo,
profanado suelo,
¿Es imposible que
de mí te apiades?
¡Silvia! Silvia,
tú, dime ¿a quién apelo?
No puede ser
cruel quien todo cría:
pongamos
nuestras quejas en el cielo.
Él solo queda en
tan horrible día.
Único asilo
nuestro en tal tormento.
Él sólo nos miró
sin tiranía.
Si es necesario
que el fatal momento
llegue...
¡Piadoso Cielo! en mi partida
benigno mitigad
mi sentimiento.
Lloro... No
puedo más... Silvia querida,
déjame que en
torrentes de amargura
saque del pecho
mío el alma herida.
El negro luto de
la noche oscura
sea en mi llanto
el solo compañero,
ya que no resta
más a mi ternura.
Tú, cielo santo,
que mi amor sincero
miras y mi
dolor, dame esperanza
de que veré otra
vez el bien que quiero.
En sólo tu
piedad tiene confianza
mi perseguido
amor... Silvia amorosa,
el Cielo nuestras
dichas afianza.
Lloro, sí, pero
mi alma así llorosa,
unida a ti con
plácida cadena,
en la dulce
esperanza se reposa,
y ya presiente
el fin de nuestra pena.
¡Oh dolor!
¿Cómo, cómo tan distante
de mi querida
Silvia aquí me veo?
¿Cómo he perdido
todo en un instante?
Perdí en Silvia
mi dicha y mi recreo;
consentí en ello
¡ciego desvarío...!
Consentí contra
todo mi deseo.
Y ved, aquí
conozco el yerro mío,
ya cuando
repararlo no es posible,
y es fuerza sufra
mi dolor impío.
Así el nuevo
piloto al mar terrible
se arroja sin
saber lo que le espera,
y armase luego
la tormenta horrible.
En negra noche
envuelta ya la esfera,
pierde el valor,
el rumbo y el acierto;
y a todos lados
ve la parca fiera.
Pero al fin él
verá su ansiado puerto,
o se acabaran pronto
sus tormentos;
bien presto ha
de mirarse libre o muerto.
Y aun en medio
del mar ¿qué sentimientos
puede tener
cuando en luchar se emplea
contra las
fuertes ondas y los vientos?
Solo yo... Yo he
perdido hasta la idea
de un débil
esperar: no hallo consuelo...
¡Ay, Silvia...
no es posible que te vea!
Ni morir pronto
espero; ni mi anhelo
puede agitarme
tanto, que ocupada
no sufra mi alma
el peso de su duelo.
En una calma
triste y desastrada,
fijos tengo los
ojos en mi pena,
sin lograr más
que verla duplicada.
En derredor de
mí tan solo suena
el eco de los
míseros gemidos
con que mi
triste pecho el aire llena.
Solo el dolor
por todos mis sentidos
entra hasta el
corazón: todo es quebranto
que el alma
abate en golpes repetidos.
¡Ay, Silvia! Si
a lo menos tú, mi llanto
pudieras atender
y mis sollozos...
¡Ah! mi acerbo
dolor no fuera tanto.
Silvia, Silvia,
os dijera: “Ojos hermosos,
mirad mi
situación, ved mi tormento”,
y al instante,
mirándome piadosos,
desvanecieran
todo el mal que siento.
Acabadas por ti
mis aflicciones,
a tu piedad
deudor de mi contento.
Corriera
ardiendo a ti: mis expresiones
fueran dulce
llorar... ¡Con qué ternura
te
estrechara...! ¡Ay! ¡Funestas ilusiones!
No, Silvia, no:
la pena, la amargura
es todo lo que
encuentra mi deseo:
cuanto alcanzo a
mirar es noche oscura.
¿Por qué se
aflige, si la noche llega,
el infelice que
perdió el camino,
cuando en el
campo para tomar senda
no halla vestigio?
Al dulce sueño
puede abandonarse;
que allá la
aurora con hermoso brillo,
cuando despierte
le dará las huellas
que hubo perdido.
¿Por qué se
asusta triste el navegante
cuando
rompiéndose el profundo abismo,
baten los
vientos y encrespadas olas
a su navío?
Tiempo sereno sigue
a la tormenta;
queda una tabla
si creció el peligro;
o al fin perecen
corazón y sustos
a un tiempo mismo.
¿Por qué lamenta
preso el delincuente,
si entre cadenas
y pesados grillos
la muerte
espera, como pena justa
de su delito?
Ser justa pena
puede consolarle;
aun la
injusticia puede ser su asilo,
porque mil veces
la maldad protegen
jueces inicuos.
Para mí solo son
las aflicciones;
para mí el susto
y el llorar continuo,
porque en mí solo
todos los trabajos
se han reunido.
Yo perdí a
Silvia, sin que rayar pueda
aurora alguna
que los ojos míos
muestre su
rostro, con la expresión dulce
de su cariño.
Yo perdí a
Silvia, y en su dura ausencia
de mil recelos
me hallo combatido;
más que a la
Parca temo de su afecto
cualquier desvío.
Yo perdí a
Silvia por injustas tramas
que me formaron
viles enemigos,
sin que algo
impuro procurase nunca
mi afecto fino.
Más que en ser
libre me gozaba en verme
esclavo suyo, de
su amor cautivo;
y el verme lejos
de pasión tan dulce
es mi martirio.
Salir no puedo
de esta horrible cárcel;
aquí me matan
bárbaros caprichos:
mas no me matan,
que para más pena
infeliz vivo.
Yo perdí a
Silvia ¿qué mayor tormento?
toda mi dicha
fue su amable hechizo;
y en ella sola,
todo con su ausencia,
todo he perdido.
¡Ay, Silvia mía!
Yo perdí tu vista;
ya es llorar
solo todo mi destino;
sin que en mi
llanto quede más consuelo
que el llanto mismo.
Mustio ciprés
que viste
crecer mi amor
seguro
y en cuyo viejo
tronco
escribí:
“Silvia, ya mi pecho es tuyo”;
Y tú, claro
arroyuelo,
cuyo dulce
murmullo
acompañó sus
voces
al ofrecerme su
corazón puro:
Oídme, ya no
puedo
callar el mal que
sufro;
ya Silvia en ira
ardiendo,
apagar quiere
cuanto amor me tuvo.
Y obstinada
porfía
que le he sido
perjuro;
ya rabia y me
aborrece,
y su rabia y su
enojo son injustos.
Volved por mí
vosotros,
decid si jamás
hubo
amor que como el
mío
fuera sincero,
perdurable y puro.
Decidle cuántas
veces
mirasteis que
confuso
aquí llorar me
hacían
mis amores, mis
ansias y mis sustos.
Decidle cuántas
veces
con ardor importuno
quiso encender
Melisa
la llama que
apagué viendo su orgullo
Y cómo yo
leyendo
estos rasgos
profundos
que grabó mi cariño,
repetí: “Silvia,
ya mi pecho es tuyo”.
Decidle cuántas
veces
otro primor del
gusto,
otra pastora
bella,
con mil caricias
quiso hacerme suyo;
Y cómo yo,
volviendo
a este tronco
robusto,
para huir el
peligro
leía: “Silvia ya
mi pecho es tuyo”.
Decidle que no
olvide
que aunque con
rigor crudo
mi terrible
destino
lejos de ella
tenerme se propuso.
Yo abandoné mi
suerte,
y a ella con
veloz curso
volví, porque mi
afecto
no padeciese
menoscabo alguno.
Decídle que aun
viendo
los dolores
agudos
que me ha
causado hoy mismo,
protesto ante
vosotros que soy suyo.
Haced así que
vea
que su rigor no
es justo;
que yo siempre
la quiero;
que el olvidarme
infiel, es un perjurio.
Y si a pesar de
todo
sigue su rigor
duro,
decidle que me
mata;
que mata al que ella
con su amor sostuvo.
Porque ¿cómo
viviera
sin su amoroso
arrullo
mi pecho,
siempre amante,
que en su pecho
tiempo a su nido puso?
¡Ay Silvia! Si
me matas,
si haces hoy
este insulto
a un amor que no
es digno
sino de amor
eterno, firme y puro.
Moriré, mas mi
cuerpo
haré que en
negro luto
sepulten mis
amigos
en este sitio
lóbrego y oscuro;
Para que cuando
pases
por este suelo inculto,
que oyó tantas
promesas
de ser firme a
mi amor el amor tuyo,
Mi pálido
cadáver
desde el frío
sepulcro
haga temblar tus
huesos
diciendo: “¡Eres
cruel!” Su eco profundo.
Cuando recuerdo
los penosos días
en que agitado
de mi amor reciente,
decirlo quise
para que mi amada
correspondiese;
Cuando a mis
ojos se presenta el cuadro
de los pesares
con que crudamente
me ha
perseguido, ya que mi amor dije,
mi infausta suerte:
Ya no sé cómo
todavía el pecho
no ha
escarmentado; todavía quiere,
aún late
obstinado, y perpetúa
su ardor perenne.
Quién me dijera:
“¡Mueran ya tus penas!”.
¿Y quién
apagará, para que muera
este ardor ciego
que a mi pecho sólo
penas promete?
¿Qué de lamentos
me costó la empresa
de hacer que
Silvia mi dolor supiese!
sustos y llantos
me brindaba a miles
mi anhelo fuerte.
Todo sufría,
todo toleraba;
y todo hacía que
mi llanto ardiente,
con la esperanza
de mirarme amado,
más se encendiese.
Conseguí al cabo
que me amase Silvia,
¿Y he conseguido
que mi llanto cese?
¡Ah! Su amor
mismo de pesares nuevos
es ancha fuente.
En el principio
mi dolor nacía
de que anhelaba
que mi afecto viese;
y los caminos de
mostrarlo estaban
cerrados siempre.
Luego la envidia
levantó su mano,
me impidió
verla, con furor aleve:
y hasta su vista
parecía entonces
entristecerme.
El fuerte muro
que nos separaba
lo redoblaron; y
al mirarme ausente,
de un golpe
juntas sobre mí cayeron
penas crueles.
Verme sin Silvia,
solo y receloso
de que su afecto
iba así a perderse,
oprimió mi alma con
acerbas penas
tan vivamente
Que abandonando
mis designios todos,
y expuesto al
fallo de insensibles jueces,
volé a mi centro
como si esto sólo
mi dicha fuese.
Así esperaba que
mi amor probado
ella mirase para
más quererme;
¡Y todo en vano...!
Y ahora más que nunca
mi alma padece.
Todas mis penas
ya se renovaron,
y otras nuevas,
mayores, se me ofrecen;
todas terribles
porque ya, no de otros,
de Silvia vienen.
La vista aparta
de las pruebas firmes
que mi constancia
le hacen tan patente;
y por sospechas,
todas infundadas.
Quiere perderme.
Casualidades o
tal vez calumnias
son las que me
hacen guerra, la más fuerte,
armando a Silvia
de un furor que temo
más que mil muertes.
Este es el
cuadro triste y lastimoso
que Amor
presenta, y éstos los placeres
que me ofrecía
cuando a sus cadenas
quiso atraerme.
Esta es la pena
que el Amor infame
me ocultó
entonces porque le siguiese;
y esto tan sólo
para en adelante
guardado tiene.
¿Dónde está el
gozo? Dime, Amor tirano:
¿Es gozo acaso
lo que darme puedes?
Mas, ¿a quién
culpo...? Toda mi desgracia
de mí proviene.
Libre fui y
quise; libre soy y quiero,
y este albedrío
que ama y que padece
es ese mismo que
de su tormento
salir no quiere.
¡Qué es esto,
cielos! ¿Dónde está mi juicio?
¿Quién los
dolores busca ni apetece?
¿Pues cómo yo
hago que mis propias manos
me armen las redes?
¿De dónde nace
que no rompa el grillo,
si mis dolores
me instan a romperle,
si poder tengo
para destrozarlo
y libre verme?
No puede menos;
ésta ha sido pena
de que orgulloso
dije muchas veces;
“Es imposible
que el Amor tirano
mi alma sujete”.
O algún delito
pago en este estado;
pues de otro modo
mi razón no entiende
que yo padezca,
que librarme pueda,
y no lo intente.
Cambiad ¡oh
cielos! Si a vuestros decretos
este mi ruego
conformarse puede;
cambiad la pena
con que entre mis males
me hacéis inerte.
Mudadla en otra
que curar yo pueda,
o que incurable
mi esperanza deje,
para que al
menos mi inacción en ella
no me atormente.
Sepa la cruel
Melisa,
si a mi clamor
se niega,
que el que sin
fruto ruega
consigue
aborrecer.
Entienda si con
risa
de mí se burla
altiva,
que a mí no me
cautiva
quien me hace
padecer.
Sepa que bien
advierto
que aunque el
Amor hermosa
me la pinte, y
preciosa,
no es más que
una mujer.
Pero eso, aun
siendo cierto
que es beldad
atractiva,
a mí no me cautiva
quien me hace padecer.
Conozca que el
Amor
de la esperanza
vive,
y muere si
concibe
que no hallará
placer.
Y así porque un
rigor
de esperar más
me priva,
a mí no me
cautiva
quien me hace
padecer.
A otros su frenesí
los degrada
cuando hace
que un rigor los
abrace
y un mal los
haga arder.
Conmigo no es
así;
no me encanta
una esquiva,
a mí no me
cautiva
quien me hace
padecer.
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