martes, agosto 28, 2018

Lêdo Ivo


LÊDO IVO


Nació en Maceió (Alagoas, Brasil), el 18 de febrero de 1924. Escritor prolífico, tocó con maestría todos los géneros, desde la poesía hasta el ensayo, el periodismo, la novela o el cuento.

Perteneció a la generación brasileña del 45 y es una de las figuras más destacadas de la moderna literatura brasileña. Ocupó el asiento número 10 de la Academia Brasileña de las Letras. En su extensa obra, traducida a varios idiomas, retrata la vida cotidiana y escudriña en la condición humana. En España se han publicado algunos libros como las antologías La moneda Perdida y La aldea de la Sal, así como los poemarios Rumor Nocturno y Plenilunio.


Entre los numerosos reconocimientos y premios con que su obra ha sido galardonada, citaremos el Casa de las Américas (2009); el Rosalía de Castro, concedido por el PEN Club de Galicia (2010). Murió en Sevilla el 23 de diciembre de 2012, inesperadamente, cuando se encontraba en viaje turístico paseando por la ciudad cuando le faltaba poco para cumplir los 90 años.


1. El portón

El portón se abre el día entero
pero en la noche yo mismo lo cierro.
No espero ningún visitante nocturno
a no ser el ladrón que salta el muro de los sueños.
La noche es tan silenciosa que me hace escuchar
el nacimiento de los manantiales en los bosques.
Mi cama blanca como la vía láctea
es breve para mí en la noche negra.
Ocupo todo el espacio del mundo. Mi mano desatenta
derriba una estrella y ahuyenta un murciélago.
El latir de mi corazón intriga a las lechuzas
que, en las ramas de los cedros, rumian el enigma
del día y de la noche paridos por las aguas.
En mi sueño de piedra quedo inmóvil y viajo.
Soy el viento que palpa las alcachofas
y enmohece los arreos colgados en el establo.
Soy la hormiga que, guiada por las estaciones,
respira los perfumes de la tierra y el océano.
Un hombre que sueña es todo lo que no es:
el mar que deterioran los navíos,
el silbo negro del tren entre hogueras,
la mancha que oscurece el tambor de queroseno.
Si antes de dormir cierro mi portón
en el sueño se abre. Quien no vino de día
pisando las hojas secas de los eucaliptos
viene de noche y conoce el camino, igual que los muertos
que, aunque jamás verán, saben dónde estoy
cubierto por una mortaja, como todos los que sueñan
se agitan en la oscuridad, gritan palabras que huyeron del diccionario y respiran el aire de la noche que huele a jazmín
y a dulce estiércol fermentado.
Los visitantes indeseables atraviesan las puertas atrancadas
y las persianas que filtran el paisaje de la brisa y me rodean.
¡Oh misterio del mundo!, ningún candado cierra el portón de la noche.
En vano fue que al anochecer pensara en dormir
solo
protegido por el alambre de púas que cerca mis tierras
y por mis perros que sueñan con los ojos abiertos.
En la noche, una simple brisa destruye los muros de los hombres.
Aunque mi portón amanece cerrado
sé que alguien lo abrió, en el silencio de la noche,
y asistió en lo oscuro a mi sueño inquieto.



2. Los pobres en la central de autobuses

Los pobres viajan, en la central de autobuses
levantan los cuellos como gansos para mirar
los letreros del autobús. Sus miradas
son de quien teme perder alguna cosa:
la valija que guarda un radio de pilas y una chaqueta
que tiene el color del frío en un día sin sueños,
el sandwich de mortadela en el fondo de la bolsa,
el sol del suburbio y polvo más allá de los viaductos.
Entre el rumor de los altoparlantes y el acelerar del autobús
temen perder su propio viaje
oculto en la niebla de los horarios.
Los que dormitan en los asientos despiertan asustados,
aunque las pesadillas sean privilegio
de los que abastecen los oídos y el tedio de los psicoanalistas
en consultorios asépticos como el algodón que tapa la nariz de los muertos.

En las filas los pobres asumen un aire grave
que une temor, impaciencia y sumisión.
¡Qué grotescos los pobres! ¡Y cómo sus olores
incomodan a pesar de la distancia!
No tienen la noción de las conveniencias, no se saben comportarse.
El dedo sucio de nicotina restriega el ojo irritado
que del sueño retuvo apenas la legaña.
Del seno caído y dilatado escurre un hilillo de leche
hacia la pequeña boca habituada al llanto.
En la plataforma van y vienen, corren, aseguran maletas y paquetes,
hacen preguntas inconvenientes en las ventanillas, susurran palabras misteriosas
y contemplan las portadas de las revistas con el aire de espanto
de quien no sabe el camino del salón de la vida.
¿Por qué ese ir y venir? Y esas ropas extravagantes,
esos amarillos de aceite de palmera que duelen a la vista delicada
del viajante obligado a soportar tantos olores incómodos.
¿Y esos rojos contundentes de feria y parque de diversiones?
Los pobres no saben viajar ni vestirse.
Tampoco saben vivir: no tienen noción del bienestar
aunque algunos poseen hasta televisión.
La verdad es que los pobres no saben ni morir.
(Tienen casi siempre una muerte fea y poco elegante).
En cualquier lugar del mundo incomodan,
........ viajeros inoportunos que ocupan nuestros lugares, aunque viajemos sentados y
........ ellos de pie.




3. El sol de los amantes

El oficio de quien ama es ver
un sol oscuro sobre el lecho,
y en el frío, nacer al fuego
de un verano que no dice su nombre.

Es ver, constelación de pétalos,
la nieve caer sobre la tierra,
algodón del cielo, aire del silencio
que nace entre dos espaldas.

Es morir claro y secreto
cerca de tierras absolutas,
del amor que mueve las estrellas
y encierra a los amantes en un cuarto.



4. El sueño de los peces

No puedo admitir que los sueños
sean privilegio de las criaturas humanas.
Los peces también sueñan
En el lago pantanoso, entre pestilencias
que aspiran a la densa dignidad de la vida,
sueñan con los ojos abiertos siempre.

Los peces sueñan inmóviles, la bienaventuranza
del agua fétida. No son como los hombres, que se agitan
en sus lechos estropeados. En verdad,
los peces difieren de nosotros, que todavía no aprendemos a soñar.
Y nos debatimos como ahogados en el agua turbia
entre imágenes hediondas y espinas de peces muertos.

Junto al lago que yo mandé cavar,
volviendo la realidad a un incómodo sueño de infancia
pregunto al agua oscura. Las tilapias se ocultan
de mi sospechoso mirar de propietario
y se resisten a enseñarme cómo debo soñar.



5. Reaparición de mi padre

Hoy, por casualidad, volví a ver a mi padre
en su mañana forense.
En un traje de casimir aunque fuera verano
él entraba y salía de los despachos
y atravesaba la calle del Comercio
con su carpeta marrón, lentes de tortuga
y sombrero de fieltro.

De vez en cuando mi padre paraba en algún lugar:
en la Junta Comercial, en una ferretería, a la puerta de una zapatería.
Con su mirada miope contemplaba el rostro de Carole Lombard en el cartel del cine Floriano.
Entraba en el Bar Colombo para mear.
Proseguía su camino
entre mendigos, trabajadores eventuales y ministerios públicos
y se sumía en la obscuridad de una tienda de raya.

Mi padre iba y venía en el centro de Maceió.
Yo presumía que él estuviera vivo.
Sólo me rendí a su muerte lenta
cuando pasó cerca de mí sin reconocerme.
Entonces supe lo que era la muerte.
Y al mismo tiempo supe lo que es la vida:
el lugar donde hay sol y las personas se hablan.



6. Los murciélagos

Los murciélagos se esconden entre las cornisas
de la aduana. Pero ¿dónde se esconde los hombres,
que, a pesar de todo, vuelan la vida entera de lo oscuro,
golpeándose contra las paredes blancas del amor?

La casa de mi padre estaba llena de murciélagos
colgantes, como lamparillas, de las viejas viguetas
que sostenían el tejado amenazado por las lluvias.
“Estos hijos chupan nuestra sangre” suspiraba mi padre.

¿Qué hombre tirará la primera piedra sobre este mamífero
que, como él, se nutre de la sangre de otros animales
(¡hermano mío! ¡mi hermano!) y, comunitario, exige
el sudor del semejante aún en la oscuridad?

En el halo de un seno joven como la noche
se esconde el hombre; en el relleno de su almohada, en la luz del farol
el hombre guarda las monedas doradas de su amor.
Pero el murciélago, durmiendo como un péndulo, sólo guarda el día ofendido.

Al morir, nuestro padre nos dejó (a mí y mis ocho hermanos)
su casa donde en la noche llovía por las tejas quebradas.
Cancelamos la hipoteca y conservamos los murciélagos.
Y entre nuestras paredes ellos se debaten: ciegos como nosotros.



7. La capa
En el suelo de la infancia voy a encontrar
todos los objetos que perdí:
la capa azul, el libro de grabados,
el retrato del hermano muerto
y tu boca fría, tu boca fría.

Mi capa azul, en el suelo de la infancia,
cubre los objetos y las alucinaciones.
Es una capa azul, de un azul profundo
como en ningún tiempo podrá ser encontrado.
Un azul como éste, ya no existe jamás.

Y a todos ustedes que son puros o relapsos,
vírgenes en el invierno y repulsivos en el verano,
les hago mi petición de azul profundo:
cúbranme, con esta capa el día en que muera.

Cuando esté muriendo, pueden tener la certeza,
una capa azul, de un azul profundo,
envolverá mi cuerpo de la cabeza a los pies.



8. El hombre vivo

Me felicito a mí mismo por ser transitorio.
Siempre tuve miedo de la eternidad,
ese gran perro obscuro que me olfateaba las piernas
y me seguía sin morder.

Aguardando a la muerte como quien espera una carta
traída por un cartero divino,
nada tengo para las fiestas del día siguiente.
Toda mi vida fue este esperar sin fin.
Entre el sueño y el mar total, en el paisaje celeste,
solté mi cometa.
Vi el farol de mi tierra, y mi infancia entera
estirada en cien leguas delante del mar.

Nada quiero de ti, Muerte, ni aún las recompensas del otro lado
con que amenizas el fin de los que sufrieron mucho.
Dame apenas el sueño sólido de los que mueren
y son llevados a la tierra de los pies juntos.

Que la vida sea un sueño, y los sueños sean sueños
del sueño desdoblado de los que viven.
Efímero, late en el tiempo un corazón solitario
y la sombra de la tierra es poca para cubrirlo.



9. Oficio de la mortaja

Futuro, el vivo yace dentro del muerto
y su mano inmóvil no fustiga
las moscas circundantes, ni las flores
reales y metafóricas que lo rodean.
El hombre muerto desvive y forja la fábula
de una tumba cambiada en luz y altura.
Las moscas abren las alas para verlo
pasar en dirección a la eternidad.
¡Oh gloria de estar muerto y reclamar
el Reino prometido a todos los hombres
que en el muro de la vida buscaron
el portón del jardín del Paraíso!
Y el muerto siente el olor de las frituras
en el restaurante cercano de la capilla:
los vivos comen carne y beben lágrimas.
Y el sudor de los que se aman, y el estremecimiento
de las ortigas a los vientos funerarios
y las heces que, en el mar, hablan de los hombres,
a todo atento el lúcido finado,
y su oreja nota el anacoluto
de la pálida viuda en negro duelo;
y sus ojos contemplan, formidables,
el tránsito soberbio de la ciudad
cuando anochece, abeja gigantesca,
babilonia de luz, música y vidrio.
El antiguo transeúnte que hay entre los muertos
lo convida a tomar café de pie
a la puesta del sol que huele a sandwich
y a gasolina –-adiós, oh vida inmensa
que se nutre de risa, polvo y plegaria,
adiós, oh papagayo que haces cabriolas,
adiós, rodillas amadas, brisa pura
de la playa, a todo adiós. No sólo de moscas
vive, crucificado y mudo, el muerto.
Guerrero de lo absoluto, mata a la muerte.
Ser de promesa, horizontal y póstumo,
el hombre vive de la espera. Y ni difunto
renuncia a su eternidad.



10. El paso

Que me dejen pasar — es lo que les pido
delante de la puerta o delante del camino.
Y que nadie me siga en el paso.
No tengo compañeros de viaje
ni quiero que nadie se quede a mi lado.
Para pasar exijo estar solo,
solamente conmigo acompañado.

Pero si me prohibieran el paso
por ser diferente o indeseado
de todos modos, pasaré.
Inventaré la puerta o el camino.

Y pasaré solo.




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