lunes, junio 24, 2019

Nilton Santiago


NILTON SANTIAGO

Biografía


(Lima, Perú), reside en Barcelona hace varios años.

En poesía ha publicado "El libro de los espejos" (II Premio Copé de la XI Bienal de Poesía 2003), "La oscuridad de los gatos era nuestra oscuridad" (Premio Internacional de Poesía Joven Fundación Centro de Poesía José Hierro, Madrid 2012), "El equipaje del ángel" (XXVII Premio Tiflos de Poesía, Visor Libros 2014) y "Las musas se han ido de copas" (XV Premio Casa de América de Poesía Americana, Visor Libros, 2015).

Los poemas que presentamos a continuación pertenecen a "La historia universal del etcétera", con el que Santiago ha obtenido el Premio Internacional de Poesía Vicente Huidobro y de reciente publicación en Valparaíso Editores.



Sus poemas


LOS PLATOS AGRIETADOS NUNCA SE ROMPEN

"¿Qué sería de nuestras tragedias si un insecto nos presentara las suyas?"
E.M. Cioran

Hay quien dice que 90 días de garantía
únicamente garantiza que el producto se estropeará el día 91.
Así también hay palomas mensajeras que esperan un día después del diluvio
para comprarse un paraguas
y traerte la rama de olivo que tu ex te envió hace meses.
Igualmente pasa cuando te encuentras las llaves que buscabas tanto
en el bolsillo del pijama,
segundos después de que alguien te haya vuelto a romper el corazón
con las flacas habilidades de un aprendiz de cerrajero.

“¡Si supieran los hijos que no he querido tener la felicidad que me deben!”
dice el malhumorado de Cioran,
que me ha arrancado una sonrisa de entre la lluvia
y me ha hecho pensar que no hay aforismos como estos en el equipaje de mano
de las mariposas monarca,
esos pobres insectos que se pasan todo un año en migración,
pero que, aunque no lo crean, tan sólo viven seis meses,
lo que quiere decir que a medio camino todas mueren
y son sus crías las que terminan el viaje.

¿Pero cómo saben el camino?, le preguntaría a Cioran.
Emil, “la alegría de la huerta”,
más pesimista que un vagabundo pidiéndole una moneda a un banquero,
me diría que me vaya a preguntárselo a mi ex
que sabe perfectamente de las migraciones de insectos
por la forma como me ha hecho ir y venir para nada, una y otra vez.

Qué sé yo de los misterios de la ciencia o de las mariposas,
sólo sé —por ti— que el símbolo Ψ del alfabeto griego
que llevas tatuado en la muñeca
sirve para designar tanto a “el alma” como a las mariposas,
lo que me ha hecho entender que la filosofía
es pan comido sólo para los filósofos pesimistas
ya que para ellos la metanostalgia pasa por entregar al viento
las lágrimas que llevan como equipaje.

Cioran, mago persa, viejo cascarrabias,
estoy convencido que hubieses odiado este poema,
tanto como odiamos ese momento en el que se nos ha acabado el agua caliente
mientras estamos en la ducha con la cabeza llena de champú,
(la misma mañana lluviosa que nuestra nueva novia
nos ha mandado al demonio,
llevándose el paraguas que te acabas de comprar).
Puede que también así sea el amor y hasta la filosofía,
las lágrimas que las mariposas pierden a mitad de su migración
cuando sucede su primera muerte,
o la sonrisa que nos hace pensar que no hay mal que dure cien años
ni garantía posible de que no nos vuelvan a romper el corazón
con las flacas habilidades de un aprendiz de cerrajero.

Aunque no importa,
ya se sabe que, cuando llueve, hasta la mariposa cree que es mariposa
y que los platos agrietados nunca se rompen. 



SOBRE EL PORQUÉ ALGUNOS PANDILLEROS SECUESTRAN BALLENAS

Es hora del desayuno y Balam Rodrigo y yo
compartimos una gota de lluvia que alguien ha partido a martillazos.

No deja de llover
y un perro zapoteca nos trae en el hocico un tren lleno de salvadoreños.
No hablamos.
El silencio sacude sus ramas, como si fuese un árbol
que acaba de ser tiroteado al intentar cruzar una valla de equinoccios.
Al sacudirse, el árbol nos ha mojado de rocío
y ha hecho que varios peces caigan a nuestros cafés humeantes.
Me acerco a él para pedirle fuego, aunque sé que él no fuma.
Balam sonríe y saca de su bolsillo una estrella de mar
que migra cada día de un bolsillo a otro, de un corazón a otro (por reparar).
Su padre se la regaló hace varias vidas pasadas,
cuando los quetzales sabían hablar y lloraban.
Balam me pone la estrella sobre las manos
y un nuevo tren lleno de salvadoreños cruza esta mañana fría.

Balam dice que jugaba al futbol vestido de monje franciscano
y que, en Chiapas, los pandilleros secuestran a las ballenas
para enseñarles a pasar las fronteras con el estómago lleno de crack.
No muy lejos de nosotros,
la Mara Salvatrucha acaba de secuestrar a otra ballena centroamericana.
Lo sabemos por la forma en la que lloran los peces –asustados–
en nuestros vasos descartables de café.

Dos policías que nos oyen hablar nos dicen que los migrantes
nacieron de la costilla de un perro zapoteca
y no de las lágrimas de las ballenas. 
Balam les sonríe porque cree que los países
no son más que pájaros en migración desde la creación del mundo.
Balam cree que yo me río de los pájaros migrantes
y que no me creo eso de que algunas ballenas duerman de pie.
Entonces se acerca a mí y me pide que cierre los ojos.
En ese mismo instante aparecemos en Tecún Umán, Guatemala.
intentando cruzar el río Suchiate.

Mi corazón es una estrella de mar que flota lejos de mí.
Nado para cogerla y, sin darme cuenta, llegamos al otro lado de la frontera.
Una ballena jorobada que me ve cree que soy un pez que llora.
No lloro, no, pero quizás sea verdad que soy un pez.
Cuando alcanzo la orilla alguien me apunta con su chimba y dispara
porque no llevo dólares americanos.
Balam coge la bala en el aire
y ésta se convierte en un quetzal de terciopelo.
Cuando me lo enseña abro los ojos.
Entonces veo que Balam Rodrigo está a lo lejos, mirando el vacío que nos separa. 
Aún no hemos acabado de desayunar
ni hemos intercambiado palabra alguna.
No sabe quién soy (ni yo tampoco).
Sin embargo, hace siglos que ambos estamos muriendo
porque siguen matando a los perros vagabundos con veneno para estrellas.




Mis padres y yo salimos a recoger un anuncio de correos.
Cuarenta y cinco papagayos lloran sobre una nube recién nacida de este sábado por la mañana, pero no llueve.
La economía de mercado no lo permitiría.
Mi madre dice que el pan de hoy es el hambre de mañana.
Yo le digo que tener una ideología política es igual a creer que las cigüeñas creen en los ángeles.
Me saco unos cuantos geranios de los párpados y despierto a mi padre.
Salimos de casa, como granos de arena que son hormigas que son átomos de aire.
Cientos de cigarras nos brotan de los bolsillos mientras caminamos.
No hay casi gente en la calle, los espejos lloran solitarios en las estanterías.
El sol es como un pequeño canguro que sale del marsupial de la mañana.
La oficina de correos es un océano lleno de langostas.
El sobre que me entregan es frío, como las maneras del funcionario.
Cuando lo abro, un pingüino salta sobre el suelo.
“No puede ser” —dice mi madre—, “no puede ser que haya tantas langostas”.
Mi padre coge al pingüino, pero éste llora desconsoladamente al verme sonreír.
Mi padre dice que los pingüinos son los únicos animales capaces de convertir el agua salada en agua dulce, “así que en realidad llora miel”.
Se lo mete en el bolsillo de la camisa como lo hacía conmigo cuando era una semilla.
Mi madre le dice “que no se fíe” ya que, si los pingüinos pierden un huevo, “se lo roban de sus vecinos, cuidado con tú corazón” —le grita al oído.
Mi padre no oye lo que hablamos.
Se ha quedado medio sordo desde que se puso una caracola de mar en el oído y escuchó la voz de Dios.
El funcionario de correos tiene todo el cuerpo lleno de pequeños cangrejitos que le cortan las ideas, por eso es tan maleducado.
Volvemos a casa como granos de arena que son hormigas que son átomos de aire.
Cuarenta y cinco ruiseñores diseccionan un pañuelo lleno de lágrimas.
Mi padre no oye lo que hablamos.
“¿Por qué todos lloran?” —se pregunta.
“Porque las lágrimas se las lleva el viento”, —le responde mi madre con los ojos llenos de lágrimas descocidas.
Mi madre y yo mientras tanto cocinamos: lubina al horno para pingüinos que no oyen, que son granos de arena que son hormigas que son átomos de aire.
Tengo un sueño terrible que no me deja dormir.
Ya son treinta y tres veces que un pingüino que ha perdido un huevo se ha llevado mi corazón.




Un hecho poético abandona una farmacia
donde una pobre vieja ha concertado una cita con este poema.
No soy yo el que ve a la vieja sujetarse de la lluvia para sentarse
sino un pelícano.
El pelícano es un ser del aire.
Eso lo sabemos porque el aire cruza los campos de girasoles.
Porque 15.000 litros de aire entran en los pulmones de un gorila al día.
Entonces tomamos conciencia de que existe el aire
porque sabemos que los gorilas existen.
En la farmacia, a la vieja le recomiendan cuidarse la glucosa.
El hecho poético se pone las gafas de leer
y deja al pelícano y a la vieja hablando de sus males.
Todo se puede solucionar con paracetamol.
El hecho poético baja a la estación del metro.
Entra sin pagar, como es lógico.
Un vagabundo le pide dinero.
“Pero el dinero solo sirve para hacernos más pobres”
—le dice el hecho poético.
Igualmente deja caer una moneda como una yema caliente.
El vagabundo la guarda en una de las grietas de su corazón.

Dos muchachas
hablan con una libélula que creo que soy yo.
¿Soy yo o mi representación? ¿qué coño es ser yo?
Las dos chicas ríen porque les he dibujado un mapa en la mano.
Buscan un sitio donde “comprar”.
Debo tener cara de “camello” latinoamericano.  
Mientras espero el tren no puedo dejar de ver el puto móvil.
Como todos los hijos de puta
que vamos a trabajar vestidos como soldaditos de plomo.
No sabemos ni usar un matamoscas y creemos que hacemos
lo suficiente para ganarnos los frejoles.
El metro está lleno de negros vendiendo bolsos falsificados.
Los miro. También un policía que escupe sobre las vías.
Este día no ha existido.
Ni la farmacia, ni el vagabundo, ni las dos chicas libélula.

El hecho poético vuelve a casa, resignado,
vestido como yo:
un puto soldadito de plomo.

Otra noche se irá a la cama sin escribir un poema.




La luna pesa 81 billones de toneladas
y los neandertales quizás lo sabían.

Como sabían, hace 40.000 años,
que nos pasamos inviernos enteros
viendo cómo un enjambre de dudas
escapa súbitamente de nuestro estómago
cada vez que nos miramos al espejo
y vemos la mirada de un chimpancé.  

Hace siglos que venimos maldiciendo
los oficios de los sábados por la mañana,
(como borrar pinturas rupestres 
en el hielo acumulado en la nevera)
los oficios del sábado por la tarde,
(hacer la colada,
compartir el silencio de un mirlo enfermo).
Y todo para terminar descubriendo
que un mismo gen hace posible
el habla humana y el canto de los pájaros.

Acabo de leer que, durante un sólo día,
el corazón humano genera la energía suficiente
como para desplazar un vehículo
durante 32 kilómetros, pero es incapaz
de bombear la sangre de un chihuahua.
Los neandertales, como los perros,
no sabían quiénes eran hasta que no estaban
a solas con la luna,
como nosotros no supimos, hasta hoy,
que hace 40.000 años éramos
más chimpancés que humanos.

No obstante,
¿qué somos los humanos para los perros?

¿Pájaros o chimpancés?



HE IDO A BUSCARTE A LA ESTACIÓN DE SÃO BENTO, PERO NO HE LLEGADO A TU ENCUENTRO Y LLUEVE

"Hacer versos malos depara más felicidad que leer los versos más bellos"
H. HESSE


Si te sientes bien, no te preocupes, se te pasará.

Y más ahora que sabes que todo está perdido
y que los árboles han abandonado descalzos los bosques
y han huido de la misma manera
que un psicoanalista huye de un sueño que no le deja dormir.
Ahora que te has marchado,
el cielo ya no es lo que es, es decir,
una gran gotera en la cocina de Dios,
allí donde los aviones pasan estirando sus alas
como un polluelo de pingüino
que no tiene ni idea que jamás podrá volar.

La estación de trenes de São Bento ha perdido su sentido del humor.
He llegado aquí,
(porque a algún lugar hay que llegar cuando se huye)
para buscarte, pero sólo he encontrado un abrazo roto tuyo
sobre la máquina de “rayos X”
por la que pasaste mi corazón y tu equipaje,
las graves sílabas del amor que sólo fueron los restos del amor:
nuestras miradas en aquel bar del Cais da Ribeira
mientras esperabas que me tocase el pimiento picante
para estallar en risas.

Me acaba de cagar un pájaro sobre la chaqueta
que acabo de estrenar y es entonces cuando veo
que la estación de São Bento está llena de pájaros
que recogen, a migajas, la tristeza de los viajeros perdidos,
los restos de tu sombra cuando abrías la persiana
de aquel motel para mochileros en el que nos hospedamos
en la Rua das Flores, sucia
como la moneda que utilizó Maiakovski para telefonear al paraíso.
Ahora que ni siquiera nos hablamos,
el tiempo es una lágrima envuelta en papel aluminio,
un querer dejar de meter la pata
y meter la pata hasta la rodilla
una y otra vez. 
Según Muriel Rukeyser,
el universo está hecho de historias
no de átomos,
así que sólo te escribía para contarte
que la toalla que usaste aquella mañana que nos conocimos 
aun lleva las huellas de ese amanecer
y creo que, por el bien de la luz,
debería ponerla de una vez por todas en la lavadora
para el próximo aterrizaje forzoso que, supongo,
no piensas hacer en casa.

Todas las despedidas deberían empezar por seguir a los árboles
que, descalzos, suben a los aviones de la soledad.
Pero no, de nada sirve porque en las guerras siempre mueren los mismos.
Aunque da igual,
según el proverbio,
una vez terminado el juego, el rey y el peón vuelven a la misma caja,
así que nada,
ahora que todo está perdido, sólo me queda decir:

poesía: apaga y vámonos.



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