martes, agosto 28, 2018

Francisco Javier del Granado y Granado


FRANCISCO JAVIER DEL GRANADO Y GRANADO


Poeta, hijo de Félix A. del Granado, nació en Cochabamba el 27 de febrero de 1913 y falleció en esa misma ciudad en 1996. Realizó sus estudios básicos en Cochabamba: Casi toda su juventud la pasó en su propiedad agraria de Colpa, Arani. Presidió la Sociedad de Escritores y Artistas de su ciudad natal de 1947 a 1954. Fue Mantenedor de los Juegos Florales en 1946; a partir de los Juegos Florales de La Paz, 1943, Javier del Granado fue laureado en varios certámenes de esa índole, habiendo recibido la Flor Natural, el Laurel de Oro y la Banda del Gay Saber, hasta 1950, siendo galardonado con el título de Maestro del Gay Saber. Asimismo, recibió otras distinciones internacionales, como el "Cesar Vallejo", de Lima; el "Rubén Darío", de Buenos Aires; al igual que la Medalla al Poeta Continental y una Corona de Laureles de Oro, que le otorgó en 1965 y 1966 la Organización Mundial de Poetas Laureados, con sede en Manila (Filipinas); en tal virtud, el Gobierno del General Barrientos le impuso la Corona de Laurel de Oro, en 1965. Fue Miembro de Número de la Academia Boliviana de la Lengua.

Sus principales obras son: Rosas Pálidas (1939), poemas; Canciones de la Tierra (1945), poemas; Cochabamba (1959), poemas; Evocación del Valle, (1964), poemas; La Parábola del Águila (1967), poemas; Antología Poética de la Flor Natural (1970), antología de los poetas laureados; Romance del Valle Nuestro (1972), poemas; Del Crepúsculo y el Alba (1973), poemas; Vuelo de Azores (1978), poemas; y Cantares (1989), poemas.


1.  El horno

Combando el cielo en olorosa tierra
alza su nido el laborioso hornero,
que convierte las pajas en lucero,
y en miel, el barro que su pico aferra.

Por eso el hombre que en su ser encierra
todo el saber del universo entero,
con gran acierto lo imitó al hornero,
y horneó en el horno, el trigo de la sierra.

Bendice Dios, la casa en que se amasa,
y en el hogar hay un calor de nido,
sí a cada niño se le da su hogaza.

Y si Natalio brinda a su familia
pascual cordero y pan recién cocido,
¡canta el horno en campanas de vigilia!



2.  El río

Rastreando emerge del cristal de cromo,
un yacaré con ojos de esmeralda,
y serpentea entre la hierba gualda,
bajo el fogoso luminar de plomo.

Relampaguea en su quebrado lomo
el polvo de oro que la orilla escalda,
y un chiriguano de tostada espalda,
asecha al saurio, con feroz aplomo.

Rasga el ramaje su mirada oscura,
y estrangulando el pomo de su daga
hiere a la bestia con sin par bravura.

Resuella el monstruo y de venganza hambriento,
la hirviente sangre con su lengua halaga,
y con su cola decapita al viento.



3.  La leyenda de El Dorado

Bajo el ardiente luminar del trópico,
como el hidalgo Caballero Andante,
jinete en ilusorio rocinante,
sueña don Ñuflo con un país utópico.

En la pupila azul de un lago hipnótico,
ve una ciudad de mármol relumbrante,
almenas de ónix, fuentes de brillante,
y aves canoras de plumaje exótico.

Ve al augusto Paitití en su palacio,
y a caimanes con ojos de esmeralda,
custodiando sus puertas de topacio.

Turba su mente el colosal tesoro.
y en los oleajes de la fronda gualda,
el sol incendia la Leyenda de Oro.



4. La vicuña

Esbelta y ágil la gentil vicuña
rauda atraviesa por la hirsuta loma,
y en su nervioso remo de paloma,
las graníticas rocas apezuña.

El sol de gemas, en su disco acuña,
la testa erguida que al abismo asoma,
y en sus pupilas de obsidiana doma
la catarata que el alfanje empuña.

Su grácil cuello como un signo alarga,
interrogando ansiosa a la llanura,
y envuelta en el fragor de una descarga,

huye veloz por el abrupto monte
y se pierde rumiando su amargura,
como un dardo a través del horizonte.



5. El lago

Sobre el terso cristal de malaquita
que aprisiona el soberbio panorama,
el carcaj de la aurora se derrama
y el bridón de los Andes se encabrita.

Su ala de nieve la leyenda agita,
muerde las islas una roja llama,
y de la ola el sonoro pentagrama
el hachazo del viento decapita.

Sofrena el sol su cuadriga en el Lago,
salpicando de lumbre los neveros,
y en el lomo de fuego del endriago.

Emergen de la bruma del pasado,
la sombra de los Incas y guerreros,
bajo el palio de un cielo constelado.



6. El valle

Embozado en su poncho de alborada,
la lluvia de oro el sembrador apura,
y el cielo escarcha la pupila oscura
del buey que yergue su cerviz lunada.

Bajo el radiante luminar caldeada,
de agua clara, la tierra se satura,
y la mano del viento en la llanura,
riza de sol la glauca marejada.

Cuaja el otoño las espigas de oro,
y las mocitas en alada ronda
vuelcan su risa en manantial sonoro.

Se curva el indio y en su mano acuna
de un haz de mieses la cabeza blonda,
que siega la guadaña de la luna.



7. La montaña

Flagela el rayo la erizada cumbre,
el huracán en sus aristas choca,
y arranca airado con la mano loca
su helada barba de encrespado alumbre.

Rueda irisado de bermeja lumbre
el turbión que en cascada se disloca,
y hunde a combazos la ventruda roca,
para que el oro en su oquedad relumbre.

Bate el cóndor tajantes cimitarras
y arremetiendo al viento de la puna,
estruja al rayo en sus sangrientas garras.

Reverberan de nieve las pucaras,
y soplando el pututo de la luna
se yerguen en la cima los aimaras.



8. Romance del héroe

Oh, General don Esteban
honor y prez de la Historia,
canción de huayño serrano
que en los charangos retoña.

Tu nombre llegó a nosotros
cuajado en sangre de coplas
y floreció en la garganta
silvestre de las palomas.

Fue en esta tierra morena
donde las quenas sollozan
y el sol que dora las mieses
canta en las tiernas mazorcas,
donde tus manos forjaron
aquella hueste gloriosa
que socavó con sus huesos
los Fuertes de la Colonia.

Ríos de sangre brotaron
del corazón de las rocas,
y el fuego del exterminio
redujo a escombros las chozas.

Fue ruda y larga la guerra,
más, la raigambre criolla,
medró en silencio de cruces
como las jarkas coposas;
y cada rama fue en brazo,
y cada brazo un patriota.

La Virgen de las Mercedes
perdió sus dedos de rosa,
por restañar las heridas
donde los sables se embotan,
y los caudillos del pueblo
fueron izados en la horca,
como banderas de triunfo
que en el arco iris tremolan.

El alba segó las mieses
con su guadaña de alondras,
sembrando polvo de luna
sobre la augusta memoria
de aquellos hombres bravíos
que, armados de sus picotas,
cavaron el horizonte
para que alumbre la gloria.

¡Ay! General don Esteban,
flor de charango y paloma,
qué duros vientos soplaron
sobre esta tierra de auroras,
cuando los wauques bizarros
tiñeron en sangre roja,
la copa de los chilijchis
que incendia el sol de Viloma.

Pero jamás tu alma grande
se doblegó en la derrota,
y vencedor o vencido
fuiste el Quijote de Aroma
que acicateando a su potro
que ante el nevado resopla,
contra un molino de viento
trizó su lanza ilusoria.

Porque los hombres del Valle
hechos de arrullo y de roca,
son fieros como el torrente
que se desborda en las lomas,
y altivos como las cumbres
donde los cóndores moran.

Las nubes se disiparon
en un airón de gaviotas,
prendiendo un haz de leyenda
sobre las viejas casonas
de la romántica Villa
que las retinas asoma:
con sus balcones labrados
y sus callejas tortuosas;
donde creciste, Aguilucho
de la insurgencia criolla,
enmadejando horizontes
en tus pupilas indómitas.

Tu espada talló en los riscos
el Himno de la Victoria,
y urgidas de primavera
reflorecieron las lomas,
bajo el resuello del viento
que los capullos deshoja,
para enflorar el sendero
por donde marchan tus tropas.

Porque esta Patria que amamos
hecha de fuego y aurora,
nació a los senos frutales
de las mocitas criollas,
y es hija de esos guerreros
tiznados en sangre y pólvora.

La selva meció tu sueño
con el rumor de su fronda,
y destrenzó de crepúsculos
su cabellera olorosa,
sobre el fanal de luciérnagas
donde tus restos reposan.

El tiempo pasó descalzo
sin dejar musgo en tu fosa,
y es a través de los siglos
que se agiganta tu sombra,
sobre la América libre
que te bendice y te invoca,
como al más bravo Caudillo
de los que ilustra su Historia.

Oh, General Don Esteban,
espada de los patriotas,
valluno de pura sangre
tallado en fibras de roca,
tu imagen de alto relieve
quedó acuñada en la aurora,
y hoy como ayer, en el alba,
cantan campanas de gloria.



9. La selva

Con salvaje lujuria de pantera
se enardece la selva en el estío,
y el huracán con ímpetu bravío
destrenza su olorosa cabellera.

Blonda cascada de hojas reverbera
sobre el ramaje trémulo y sombrío,
que troncha el rayo en rudo desafío,
incendiando el plumón de su cimera.

Se retuerce la jungla acribillada
por dos pupilas de rubí llameante
que desgarran su carne alucinada.

Viborea un relámpago en las huellas,
el temible jaguar huye jadeante,
y en su lomo chispean las estrellas.



10. Poema de la guerra

¡Guerra! ¡Guerra!
resoplan las túrbidas trompetas
y de la paz vibrante
de las constelaciones,
en potros que preñaron las nubes de tormenta,
por los cuatro caminos de sangre y lejanía
fogosamente parten jinetes espectrales.

Son los cuatro jinetes
sembradores de angustia
que agavillan la testa de pueblos
y culturas,
desflecando sus venas con rebenques de nervio,
y ansiosos de exterminio
incendian con la antorcha del sol el Universo.

¡Guerra! ¡Guerra!
combea
sobre un yunque de truenos
la ronca voz del Vándalo.

El Monstruo
abre sus órbitas de cráteres en llamas
y tritura en sus fauces
de hambrientas bayonetas,
la efigie de Athenéa

Exprimen sus tentáculos
sedientos de perfidia,
los ojos de las madres
¡inmensos de horizontes!
sorbiéndole al planeta los jugos de su entraña:

la sangre de los hombres.

El Mundo se estremece
convulsionado y loco,
y en roja llamarada tremolan las banderas.

Apuñalando templos con bombas incendiarias,
despliegan los halcones sus alas de tormenta
y estrujan en sus garras
la tierra milenaria.

Sepultan en sollozos villorrios y ciudades.
Arrasan huracanes de hierro
las trincheras.
Crepita la osamenta quebrada
en estertores.
En las órbitas huecas florecen
las granadas.

La sed alucinada
se clava en las gargantas
y huestes de cadáveres heroicamente grandes,
trenzando
con sus vísceras
escombros y senderos,
se curvan bajo el plomo chasqueante de los bárbaros.

Palpita una pregunta:
¿Atila o Anticristo...?
Y la sangre que tiñe el Flanco de los montes,
responde:
es una sombra...
Es una sombra-claman los ojos
de los niños;
las raíces de las casas
donde bajó el silencio
que convirtió en sepulcros los brazos de las madres.

Europa socavada
por manos subterráneas,
revienta como un géiser borrando el horizonte.
El Monstruo embiste al mundo,
sus garras estrangulan ciudades indefensas.
El hambre de los pueblos,
arañará los surcos humeantes
de la tierra,
que abortó bajo el peso rugiente de los tanques.

Las madres angustiadas
morderán sus arterias,
exprimiendo sus senos: una luna de anemia:
mientras el cuervo errante
devora las carroñas,
segando con sus alas un bosque de existencias,
que enjalbega de cráneos la superficie intérmina.

En el grito del siglo hay un clamor de angustia,
que estruja la garganta
del mundo agonizante,
y en las bocas partidas se hiela
esta pregunta:
¿Y qué será del hombre...?
¿Qué de la tierra nuestra...?
Mañana cuando pidan respuesta
nuestros hijos,
y se yergan mujeres con los senos quemados
señalando las ruinas,
las cunas sin sonrisas,
las ciudades llameantes,
y toda esa macabra legión de los exhombres,

¿Será posible hablarles del «Daimon»,
del ancestro,
de la bestia que duerme agazapada y turbia
en el pecho del hombre,
enjaulando sus nervios bajo un chorro de látigos?

La torre del silencio
responderá a los siglos.





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