FRANCISCO MASSIANI
(Caracas, 2 de abril de 1944)
Es un escritor y pintor venezolano. Su primera novela, Piedra de Mar ha sido un
éxito de ventas desde su publicación. Es un Bildungsroman de un adolescente de
clase media en Caracas. Massiani, ganó el Premio Municipal de Prosa en
1998, y en 2005, el V Concurso anual de la Fundación para la Cultura Urbana,
para el libro de cuentos Florencio y los pajaritos de Angelina, su mujer. En
2006, publicó su primer libro de poesía. En 2012 ganó el Premio Nacional de
Literatura, como reconocimiento a toda su obra.
Lista de trabajos:
Novela:
─Piedra de mar (1968)
─Los tres mandamientos de
Misterdoc Fonegal (1976)
Cuento:
─Fiesta de campo / Renate o la
vida siempre como en un comienzo (1965; publicado en 2008)
─Las primeras hojas de la noche
(1970)
─El llanero solitario tiene la
cabeza pelada como un cepillo de dientes (1975)
─Relatos (1990)
─Con agua en la piel (1998)
─Florencio y los pajaritos de
Angelina, su mujer (2006)
Poesía:
─2006 Antología
─2007 Señor de la ternura
─Corsarios 2011
Antologías:
─16 cuentos latinoamericanos:
antología para jóvenes, Coedición Latinoamericana, 1992.
Un
regalo para Julia
Palabra que no era fácil. Casi
todo el mundo regala discos y los pocos discos de moda son tres, cuatro. Julia
iba a terminar con la casa llena de discos repetidos. Además, tenía sólo veinte
bolívares y así no se pueden comprar sino discos o chocolates o alguna
inmundicia parecida. Yo nunca le regalaría un talco a Julia. Menos, un muñeco.
Tiene una colección de muñecos desbaratados en el cuarto y lo de chocolates,
menos, porque sé que Carlos se los comería todos. Carlos, tan perfectamente
imbécil como siempre. Lo imagino clarito: oye Julia, dame un poquito.
Uno dice: le regalo un libro.
Uno dice: le regalo cualquier cosa. Pero uno no podía regalarle cualquier cosa.
¿Con qué cara? Ayer, anteayer estaba con la cochinada de Carlos, que, por
cierto: fuaaa, fuaaa, y lo peor es que no tose y a mí en cambio se me salen las
tripas. Fuaaa, botaba el humo, y fuaaa estiraba su pata y mataba una hormiga.
Se comía un moco. Se estripaba un barro en la nariz, fuaaa, se rascaba la
oreja, y después escupía el humo por los ojos, por la nariz, por la boca, por
todos lados. Porque lo hace. Juro que sabe fumar. Es verdad. Fuma mejor que
nadie. Y entonces te mira y dice: si llego a ser novio de Julia. Pero lo juré.
Dije: por Dios santo que no se lo digo, y eso, ¿no?, así que nada, nada. No
puedo decirlo. Pero en todo caso cuento que Carlos me dijo que, si Julia
llegaba a ser su novia, la metía en la bañera, la llenaba de jabón y le hacía
esa porquería que juré que no se lo decía a nadie. Lo peor es que yo vengo y
salgo y voy a casa de Julia, porque algo tenía que hacer, ¿no?, y llega Julia y
me dice así mismito:
─ ¿Qué vienes a hacer aquí?
Quedé tieso. Después me dice:
─Pasa.
Y pasé. Y después de que pasé
me senté y ella puso un disco. Siempre que alguien llega a su casa pone un
disco. Después te saluda, te mira, da tres pasos de última moda y después se
echa en el sillón, tipo bandida de cine mexicano. Cine mexicano, cine
mexicano... ajá:
─Oye ─le digo─ Oye Julia, ¿qué
tal te cae Carlos?
─ ¿Carlos?
─Sí, Carlos.
─ ¿Por qué? ─cogió una revista
de mujeres y modas y eso. Yo me puse a darle tambor a la mesa. Creo que pasamos
como un minuto así. Me dijo:
─ ¿Quieres Cocacola?
Yo no le respondí. Seguí
tocando tambor en la mesa. No le respondí porque me molestó que se olvidara que
le había hablado de Carlos, que se hiciera la loca con la pregunta que muy bien
sabía que yo se la hacía por un montón de cosas que ella sabía muy bien que yo
sabía. O sea, eso. O sea, nada, supongo que se entiende, ¿no? Bueno. Me vuelve
a preguntar:
─ ¿Quieres Cocacola?
Y yo:
─Te pregunté por Carlos.
─No me acuerdo ─dijo.
─Yo sí ─le dije─ Y muy bien.
─Bueno. ¿Qué cosa? ─dijo.
─Eso que tú sabes ─te dije.
─Yo no sé nada, Juan ─me dijo.
Y cuando la miré estaba viendo la revista.
─Bueno, Julia. ─Yo tenía que
hacer algo. Sabía que tenla que hacer algo─ Oye: imagínate que Carlos te regala
el disco que estamos oyendo.
─ ¿Qué cosa?
─El disco.
─ ¿Qué disco?
─Nada ─le dije.
Nunca lo entienden a uno. Yo
seguí tocando el tambor y ella se levantó del sofá, dio un brinquito, se pasó
la mano por el pelo y me preguntó:
─ ¿Qué dijiste de Carlos?
Nunca. Nunca entiende. Yo le
dije que nada, que se sentara, y ella me sonrió y se sentó. Cuando se sentó, me
sonrió. Cuando eso pasa, cuando me sonríe, entonces yo aprovecho para verle la
boquita, esos dos gajitos de naranja, porque es así: tiene dos gajitos de
naranja, y sé por ejemplo que el labio de arriba, cuando se separa del de
abajo, parece que le diera miedo dejarlo solo, y entonces tiembla un poquito,
no mucho, un poquito solamente y entonces se le acerca y lo acompaña un poco y
entonces entre los dos gajitos sale como un juguito que le mancha un poco las
arruguitas de los labios y entonces yo siento un marco y algo como un chicle
entre las muelas y ella se me queda mirando y me dice:
─ ¿Qué te pasa?
Y despierto. Sé que nunca sería
capaz de agarrarle la mano, nunca. Pero sabía, estaba convencido, como nunca,
que tenía que hacer algo. Así que seguí tocando tambor a ver si me venía algo a
la cabeza. Nada. Seguía tocando tambor. Nada. Seguía tocando y tambor y tambor
y ella y tambor y nada. De repente ella me dice:
─Tengo un vestido para mañana
que es una maravilla.
Yo digo:
─Qué bueno.
Y ella dice:
─Es algo que te deja desmayado.
Y yo sigo:
─Qué bueno.
Y ella:
─Lo ves y te mueres. Es de
locura.
Y yo seguía con el tambor. Eso
lo cuento para que vean.
Bueno. En eso pasó la hermana,
después una de las sirvientas de las diez sirvientas que tienen en su casa y
después, un rato después, vengo y le digo:
─Julia ─ni sabía lo que iba a
decir─ dime una cosa: si yo te regalara ese disco y Carlos el otro, ¿cuál
pondrías más en el día?
Se me quedó mirando con mirada
matemática de raíz cuadrada, y me dijo:
─Éste. El que estamos oyendo.
Yo entonces estiré las piernas,
la miré, le eché una sonrisita y seguí tocando tambor, pero palabra que me
costaba tocar tambor, porque lo que provocaba era salir gritando y llamar al
cochinada de Carlos y decirle: mira Carlos, pendejo, nunca vas a hacerle esa
cochinada porque Julia y yo, ¿no?, pero justo cuando se estaba acabando el
disco me dijo:
─ ¿Qué fue lo que me
preguntaste?
Palabra que no es mentira. Se
lo repetí y ella me sonrió. Y me dijo:
─Qué salvaje eres.
Nunca la he entendido. Me
imaginé que debía sonreírme y me sonreí. Después me dijo:
─Lo pondría todos los días si
me gustaba.
─ ¿Qué cosa? ─Yo comenzaba a
olvidar todo el plan, todo lo que tenía en la cabeza se me reventó, ya nada,
juro que yo no entendía a nadie, que estaba loco, tan loco que dije:
─Julia. Quiero que mañana vayas
a la fuente de soda de la esquina porque quiero darte un regalo especial.
Ella preguntando cosas hasta
que por fin aceptó y a las tres y media era la cosa. O sea que a las tres y
media nos íbamos a encontrar en la fuente de soda. Así fue que salió lo del
regalo. Por eso lo conté.
Total, que hoy vengo y cogí lo
que me dio mamá y salí a la calle. Me metí en todos lados. Vi todas las
vitrinas. Entré en todas las tiendas y ni sabía qué podía regalarle. Pero no
soy tan imbécil: si le dije que el regalo era especial por nada del mundo le
doy cualquier cosa. Eso era lo que pensaba cuando estaba mirando el conejo.
Porque en una de ésas vi un conejo. Ustedes lo han visto. Está por ahí, en una
de esas tiendas de Sabana Grande, y es un conejo blanco. Es un conejo más
grande que un caballo y mueve las orejas y tiene los ojos rojos. Por cierto,
que me acordé del profesor Jaime, porque el profesor Jaime tenía siempre los
ojos rojos. Por cierto, que el profesor Jaime era un gran tipo, y cada vez que
me acuerdo de él tengo una vaina con Carlos. Porque sé que Carlos es el
cochinada típico que le pone tachuelas a profesores como el señor Jaime. Cuando
estaba mirando el conejo, me juré que si alguna vez Carlos tocaba el oso de mi
hermanita, que también tiene los ojos rojos, lo agarraba por las patas, lo
batía contra el árbol y lo volvía una cochinada. Porque es lo que merece. Juro
que, si alguna vez Carlos se burla del oso, lo machaco, lo aplasto, le martillo
los dedos y lo reviento. Eso es lo que merece. Total, que estaba viendo el
conejo y ¡ah! nada: un pollo, Dios mío, ¿cómo no se me había ocurrido? Un
pollito, chiquito, metido en una caja, y ella mirando el pollo, y jugando con
su pollo todos los días, y dándole de comer, y así tú puedes preguntarle por el
pollo y tienes algo de qué hablar y es algo especial, es un regalo único, anda,
apúrate, y salí disparado a Canilandia. Creo que se llama así: Canilandia. Y
está en una callecita que se mete de Sabana Grande a la avenida Casanova.
Bueno. Y entré y el señor me regaló el pollo. Ni siquiera aceptó que yo se lo
comprara. Bueno.
Me fui a la fuente de soda.
Cuando llegué pedí una merengada. Eso fue lo que pedí. Y ahí estuve. ¡Ajo!
Estaba cansado. Hay que ver, corriendo, el sol, el pollo, y lo peor es que no
podía correr mucho. Pero ahí estaba.
Bueno. Pedí una merengada de
chocolate. Ya van a ver. Pido la merengada. Es para quedarse en casa.
Francamente: pido la merengada y el imbécil del mozo viene y se queda mirando a
la caja. Claro que la caja se movía, ¿no?, pero por eso no tenía que poner cara
de imbécil y quedarse mirando y mirando y decirme, porque me lo dijo:
─ ¿Y eso?
Tuve que decírselo:
─Un regalo.
─ ¿Un regalo? ─se sonreía con
los dientes puercamente llenos de oro.
─Un regalo.
─ ¿Y por qué se mueve?
─Porque adentro hay un pollo ─digo.
─Ah, ¿sí? ¿Un pollo?
─Sí. Eso. Un pollo.
─Qué bien ─dijo el tipo. Que si
qué bien. Qué tipo, francamente.
Bueno. La verdad es que no sé
por qué cuento lo del mozo. Lo que sí es que ya estaba poniéndome nervioso
porque Julia no llegaba y eran más de las tres y media. Ya como a las cuatro,
dejé la caja con la copa encima y llamé a casa de Julia. Como estaba pendiente
de la caja, o sea, pensando en que a lo mejor el pollo se ponía histérico y
pateaba y se armaba el relajo, estuve como media hora sin responderle a la
mamá. La mamá:
─ ¿Aló? ¿aló? ¿aló? ¿aló?
Bueno. Por fin le pregunté por
Julia.
─No está, Juan ─me dijo─ ¿Eres
tú? ¿no?
─Sí. Soy yo, señora.
─Ayer vi a tu mamá. ¿Cómo
estás?
─Ah, bueno...
─Me dijo que no estudiabas casi
nada.
─Un poco.
─Tienes que estudiar.
─Sí, señora ─palabra que eso
era lo que me decía. No miento. Siguió así:
─...Y portarte muy bien, mira
que ya eres un hombrecito.
─Sí, señora.
─Bueno. Tú vienes al
cumpleaños, ¿no?
─Sí, señora.
─Julia está como loca... ya no
sabe qué hacer. Bueno, Juan. Saludos por tu casa.
─Gracias, señora.
─Adiós.
─Adiós, señora.
¿Ven? Y la caja y la copa y el
mozo y Julia no llega y la vieja: es para volverse loco. Palabra. Estuve a
punto de tirar el teléfono. Y lo peor es que no he terminado: apenas me siento
se me acerca de nuevo el mozo. ¡Qué tipo más imbécil! Me dice:
─ ¿Y para quién es el regalo?
Juré que si me seguía haciendo
preguntas que a ti no te importan te tiro la copa desgraciado. Eso es lo que
pensaba. Y dale con el regalo. Menos mal que alguien lo llamó. Ya yo estaba
realmente harto. Dale con la caja, el pollo, la vieja. «Ayer vi a tu mamá en el
mercado» y que, si «tienes que estudiar porque eres un hombrecito, Julia está
como loca». Francamente. Y nada que llegaba la desgraciada. ¿Por qué la gente
tiene que preguntar tanto? En serio: ¿para qué vienen y te preguntan que por
qué tu mamá usa anteojos? ¿Ah? Palabrita que si alguien pregunta que por qué mi
mamá usa anteojos le nombro la madre. Palabrita. Sinceramente le digo así
mismo: mire desgraciado, señor, ¿qué pasa? ¿Qué le pica? ¿Nunca ha visto un
pollo? ¿Nunca ha visto una señora con anteojos? ¿Ah? Dígame esa gente que viene
y te dice: ¿Qué hay? O te dicen: ¿Qué has hecho? ¿Pero qué carajo les importa?
¿Ah?
Bueno. Por fin Julia llegó. Era
tardísimo. La vi bajarse de su impresionante Buick negro, con su vestido de
pepas, y meneándose, para todos los tipos que estaban en la fuente de soda.
Julia no puede dejar de menearse y mirar a todos los tipos. Por mí que se iría
con el primer tipo que le dijera: «Oye tú, mira...». Seguro. Lo único que le
importa a esa carajita es menearse y poder menearle los ojos a todos los
degenerados que la miran. A veces comprendo un poco por qué a la cochinada de
Carlos se le ocurrió eso que me dijo y que yo no puedo contar porque juré por Dios
santo que no se lo decía a nadie. Pero bueno. Llega, se sienta, se monta el
vestido hasta las pantaletas, se bota el pelo para atrás, se pasa la mano por
el cuello, y después que me volvió porquería, se quedó mirando la caja vacía y
me dijo:
─Ajjj Dios mío, me estoy
muriendo de sed.
Se me olvidó decir que justo en
el momento en que la vi salir de su maldito Buick, justo en ese momento, me dio
una vaina y en un segundo abrí la caja, agarré al pobre pollo, y lo escondí en
el bolsillo de la chaqueta.
Me salió con que si:
─ ¿Llevas mucho tiempo aquí?
─No. Acabo de llegar ─le dije.
─Qué calor, ¿verdad?
─Sí. Espantoso ─dije.
─No lo aguanto ─dijo ella─ Puf,
me muero.
Y para colmo me di cuenta de
que el tipo de la corbatica negra nos estaba espiando. Apenas llegó Julia me di
cuenta de que paró las orejas y hacía lo posible por acercarse y vamos a ver
qué oímos y qué pasará con el pollo. Francamente. Deben volverse imbéciles. Que
si la mesa uno un perro caliente, la mesa cuatro una hamburguesa sin tomate y
otra con tomate, la mesa ocho una merengada de chocolate y una Cocacola, y la
mesa dos un café negro y otro marroncito, pero sin mucho café y la mesa tres un
helado de mantequilla y la mesa nueve... Claro: nosotros ahí, así se divertía.
No sé si se han dado cuenta la cara de loquitos tristes que tienen todos. Y
además de la tristeza de loquitos llevan una corbatica de lazo. Pobrecitos. No
le metía la nariz en las piernas de Julia porque no podía, y claro, porque
Julia, justo cuando el pobre desgraciado la miraba, cerraba un poco las
rodillas, la maldita botaba el aire, se sobaba la rodilla, y después te miraba
como para que no te pusieras a llorar ahí mismo. Después que se subió más de lo
que tenía subido el vestido, vino, y con su vocecita de pito, levantó un dedito
y llamó al mozo. Inmediatamente pensé que el pendejo del mozo llegaba y le
contaba lo del pollo. Y lo peor es que con lo del pollo, tenía que mantener el
brazo en una sola posición, así, con la mano en el bolsillo, sin dejar que el
pollo chillara, tapándole la jeta con los dedos, y ya sentía el brazo
calambreado. Además, estaba comenzando a sudar por todas partes. Era horrible.
No exagero. Bueno.
El mozo llega y se para delante
de Julia:
─ ¿Desea algo, señorita?
─Sí. Por favor...
─Dígame.
─ ¿Tiene Cocacola?
El tipo le dice:
─Pepsicola ─y aprovecha para
mirarle todo.
─ ¿Pepsicola?
─Pepsicola ─se hizo el loco y
le miró las rodillas. Julia seguía con el dedo en el aire y se soplaba un mechón
de pelo que te caía sobre la nariz. Por fin parece que Julia se dio cuenta que
estaba pidiéndole algo al mozo y le dijo:
─ ¿Tiene Orange?
─No. No hay.
─ ¿Qué tienen?
El mozo como que ya estaba
arrecho:
─Colita, Pepsicola, Hit,
Sevenup y Grin.
─ ¿Tienen Grin?
─Sí.
─Bueno. Entonces una merengada
de chocolate.
─ ¿De chocolate?
─No. Bueno. Tráigame una Grin.
El mozo estaba loco:
─ ¿Entonces Grin?
─Perdone ─dijo Julia y se rio
mirándome─ tráigame un helado de chocolate.
El mozo ni siquiera la miró.
Salió disparado. Pobrecito. Y a todas éstas al maldito pollo como que le dio
taquicardia porque comenzó a temblar y patalear y no sé qué diablos tenía. De
golpe le abrí la jeta y el desgraciado chilló. Julia me miró y me dijo:
─ ¿Oíste?
─No ─dije.
─Como un pito.
─Un niñito ─dije.
─Fue raro ─siguió Julia.
─Sí. A veces pasa.
─Mamá dice que oye todo el día
una avispa en la oreja.
─Qué raro.
─Sí.
Por fin miró la caja, que
estaba vacía, y me preguntó:
─ ¿Ése es el regalo?
Yo estaba esperando desde el
principio la pregunta. Por fin. Sí, pero no sabía qué diablos podía decirle,
¿no? ¿Qué se puede decir si a uno le pasa una cosa de ésas? ¿Qué dice uno? Uno
no sabe qué decir. Y yo dije que no. Que ése no era el regalo.
─ ¿Dónde está?
«¿Dónde está? ¿Dónde está?»
¡Qué pregunta!
─Me pasó algo, Julia.
─ ¿Qué cosa? ¿Se te quedó en tu
casa?
─Fue un problema ─le dije.
─ ¿Te caíste? ¿Y esa caja?
─Sí. Me caí. Se rompió. Ésa es
la caja.
─Qué lástima ─dijo. Y justo oí
que el pollo eructaba o algo así.
No sé qué le pasaba al bicho.
Como que estaba ahogado.
─ ¿Dónde te caíste?
─En una escalera ─le dije.
─Palabra que lo siento, Juan ─dijo.
─No importa.
─Por supuesto que importa ─me
dijo. Y aprovechó para agarrarme la mano. Yo sudé. Después me sonrió, cambió
las piernas para que todo el mundo le mirara las pantaletas y me dijo:
─ ¿Te vienes conmigo?
─No, gracias Julia.
En eso fue que llegó el mozo. O
bueno. Llegó antes o después de que se subió el vestido. El tipo traía una
Cocacola. La puso, después pasó el pañito por una orilla de la mesa y se
perdió. Julia me preguntó:
─ ¿No fue un helado de
chocolate lo que le pedí?
─No sé ─le dije. Y sí sabía.
─Ah no… es verdad ─dijo─ Ahora
me acuerdo de que pedí una Cocacola...
Cogió el pitillo, lo metió en
la Cocacola y echó una chupadita.
Después se pasó la lengua por
la boca, se limpió la manchita de Cocacola que tenía en los labios, y se me
quedó mirando sonreída. Inmediatamente comencé a sentirme como perdido. Como
levantado del suelo. Lejos y al mismo tiempo muy cerca, tanto, que podía contarle
los lunares que tiene en la nariz, esos punticos como marroncitos, como rosados
que tiene juntados en la nariz, y mientras más la miraba, ella más se sonreía y
yo volaba más lejos de ella, con la sonrisa, sin ella, con la sonrisa sola,
flotando en el aire, con su sonrisa de espuma roja, y después que había volado
con la sonrisa, la sonrisa regresaba a su cara, le cubría toda su cara y yo me
daba cuenta que estaba ahí, frente a ella, y me entraba en el vientre un
miedito dulce. Era un miedito como cuando vamos en un auto y de golpe el auto
llega a una subida, y cae, y a ti te entra algo, se te abre algo en la barriga,
y se te llena la barriga de ese miedo dulce que después sientes que se te
escapa y te lo deja como vacío, como con un hambre raro.
─Juan ─decía─ Oye, Juan...
─Ni siquiera me di cuenta de
que tenía el pollo en el bolsillo, palabra, No me daba cuenta de nada. Para
colmo ella me decía Juan, así, suavecito, Juan, como soplando el nombre, como
soplándolo con el aliento, y apenas me llegaba el nombre, apenas lo oía, y
volvía a entrarme esa vaina y me quedaba más perdido y más mareado que antes.
─Juan ─me dijo─ Oye. ¿Qué te
pasa?
─Nada ─le dije.
─Oye. Tienes una cara...
Cuando me preguntó eso sentí el
calambreo en el brazo y comencé a asustarme y de verdad, verdad me comencé a
sentir mal.
─No, Julia ─dije─ No me pasa
nada.
─Me pareció que te sentías mal ─me
dijo ella.
El pollo volvió como a pitar y
le tapé el pico, la cabeza y todo lo que pude taparle, desgraciado si sigues te
ahogo, cállate, y Julia:
─ ¿Seguro que no te sientes
mal, Juan?
Dale con lo mismo:
─ ¿Segurito, Juan? ¿Seguro que
no te sientes mal?
─No, Julia. No. Palabra.
─ ¿Segurito?
─No, Julia.
─ ¿Pero seguro que no? No sé,
tienes una cara...
─Palabra, te lo juro.
─ ¿Pero palabra, Juan? ¿No
quieres ir al baño, Juan?
No le tiré el pollo porque
francamente. Casi se lo estripo en la cara. Y lo peor es que siguió. Ya van a
ver:
─Por mí ─me decía la
desgraciada─ Por mí puedes ir al baño.
─Pero bueno, Julia. Si no
quiero ir al baño ¿para qué voy a ir?
─Pero no te dé pena. Anda.
─Julia. Deja la cosa del baño.
No tengo ganas.
─No sé, Juan. Estás sudando y
tienes una cara, yo sé, te conozco, eres capaz...
─ ¿Capaz...?
─Capaz de aguantarte por mí.
Eso era lo último.
─ ¿Aguantar qué?
─Aguantarte. Yo lo sé.
─Bueno, Julia. No me estoy
aguantando. Te juro que no.
Por fin como que dejó la cosa
y, siguió tomando su maldita Cocacola.
La odiaba. Juro que la odiaba
como nunca. Hasta pensé en lo que me dijo Carlos y me pareció que Carlos no era
tan inmundicia como yo lo había pensado. Me pareció que Carlos tenía razón en
pensar en esas inmundicias, y le rogué que lo hiciera, que le hiciera
inmundicias más asquerosas todavía. Me provocaba matarla. Cuando terminó su
Cocacola y dio los últimos chupitos me dijo:
─Bueno, Juanito. Te espero en
casa. No faltes ─me lo dijo con lástima. Después miró la caja vacía. Y después
se levantó, me echó una sonrisita de «no sufras tanto que la vida no es tan
mala» y se fue meneando el culo hasta su impresionante y asquerosísimo Buick
negro. Ahí abrió la puerta, levantó las patas para que yo me derritiera con sus
pantaletas, y después levantó su dedito y el maldito carro se perdió de vista
en la esquina.
¡Dios mío! ¿Por qué pasan esas
cosas? Apenas se fue, vuelve el mozo. Tenía que volver. No podía quedarse
quieto. Tenía que volver, llegar con cara de melón y preguntarme con su
vocecita de marica dulce:
─ ¿Le dio miedo dárselo?
¿Por qué todo, por qué me pasa,
por qué? ¿Por qué nunca podré, por qué jamás he podido...? ¡Dios mío! Me sentía
tan mal...
Metí la cabeza entre los brazos
y por fin oí que el mozo se alejaba hacia otra mesa.
Entonces oí las risas. Apenas
levanté la cara, vi que el mozo se reía junto a un gordo, y los dos me
miraban. Se reían, hablaban un poco y
volvían a soltar la carcajada. Yo comencé a sentirme rojo hirviendo, vi que no
aguantaba más y que ese rojo hirviendo era cada vez más caliente y me quemaba
más la garganta y los ojos y aflojé todo y entonces todo se me fue por los ojos
y ya nada me importó entonces, lo juro, ya nada me importaba.
Cuando terminé de llorar, saqué
al pobre pollo del bolsillo y me le quedé mirando: estaba tranquilito. Estaba
como dormido. Me gustó pasarle la mano por su cabecita, por su cuerpo, y era
tibio y bueno, y pensé que nos parecíamos los dos, él y yo, y estaba muy tibio
y seguía como dormido. Estaba tan tranquilo que comencé a sentir algo
espantoso. Entonces me dio frío y todo asustado lo dejé caer en el suelo.
Piedra
de mar
Estoy en la playa.
He vuelto al mar. Escribo en un cuaderno que me traje. Me cuesta un poco
escribir porque tengo sueño. Kika me dejó y se fue a Caracas. Yo me quedé, y
mañana la veré. Ojalá llegue temprano. Me gustas mucho, Kika. En serio. Pero
antes que nada voy a contar lo que sucedió el domingo por la noche.
Después
que escribí, después que regresé con José al departamento y escribí, me eché en
la cama y me quedé rendido como hasta las siete de la noche. Al despertarme
había llegado Kika, Lagartija, Julia y Nancy. Ya ustedes lo saben. En todo caso
era una información breve para ti, Carolina, porque tú no estabas. Lagartija
llamó a José mientras yo dormía, para preguntarle si podía traerse a Betty.
José le dijo que sí, y Lagar llegó con Betty y usaron el cuarto del papá de
José. Mientras gozaban de las suyas, yo dormía y José esperaba a Julia en la
calle. Luego terminó y se fue con su mujer. Al llegar al primer piso se
encontró con Nancy, que venía subiendo, y se armó el lío. Ahora Lagartija está
muy preocupado y Nancy llora.
Más
tarde me desperté, Kika llegó un poco tarde. Llegó como a las ocho. Cuando
llegó, Marcos la invitó a bailar, y yo me quedé en el suelo. Ya no estaba
triste por lo de Carolina, sino por Kika. Porque en ese momento, Kika, te
quería más que a nadie. Como tú seguías bailando con el enano, me fui a la
cocina y me serví un palo. Seguí tomando como un cretino hasta que entró. O
sea, que entró Kika. Me preguntó. Me acuerdo de que me preguntó:
—Oye,
¿qué te pasa?
Con
la voz más dulce del mundo, y la tristeza me hundió de nuevo. Estaba realmente
triste. Kika se sentó conmigo, y después abrió una lata de sardina. Bueno. Se
comió la sardina y yo seguía tomando. Llegué a estar bien borracho. Estaba
rascadísimo. Palabra. Estaba que me caía y veía doble. Pero quería rascarme
completamente y le dije:
—¿Kika?
Que
sí:
—Kika…
¿Qué tal si nos rascamos? ¿Qué te parece?
Y
Kika se sonrió.
Siguió
con las sardinas, pero yo ya no me sentía tan mal. Claro que estaba rascado. Y
hasta sentía celos por las sardinas. Pero la sonrisa me ayudó. Me ayudó mucho.
Me acuerdo de que estuve a punto de besarla, de abrazarla, pero ella jugaba con
un plato, y el jueguito del plato me descontroló. Lo que hacía con el plato era
lo siguiente: con el mango de una cuchara, empujaba el plato hasta la orilla de
la mesa, y justo cuando el plato se caía, pam, le daba un golpecito con la otra
mano y entraba en equilibrio.
Le
dije varias veces:
—¡Kika,
por favor, deja el plato!
Pero
insistía en el jueguito y me desarmaba. También Marcos me desarmó con su
sonrisita estúpida. Pero eso sucedió más adelante. Por cierto: Julia supo que
Lagartija había metido a una mujer en el departamento y a cada rato gritaba:
—¡Y
dejas meter a esa bicha en tu propia casa! ¡Y no sólo en tu casa, sino en la
cama de tus padres!
Y
José se partía de risa.
Bueno.
Lo que quería contar de Marcos es lo siguiente: cuando salí de la cocina, me
fui al cuarto de José, pero José estaba con Julia. Se estrujaban, se mordían y
rascaban como perros sarnosos. José se dio cuenta y se separó de Julia con un
brinco:
—¡Imbécil!
Que
si cómo se te ocurre entrar… Por qué no tocas la puerta, animal… ¿no?, y me fui
al baño. Adentro me quedé contando los cuadritos hasta que me dieron ganas de
hacer pipí. Cuando saqué el pajarito, y comencé que si: “Pis, pis, pis…”, entró
el enano y también se puso a orinar. Orinaba en el bidet y se reía. Es algo
raro, pero es verdad: cuando hay alguien extraño, no puedo orinar. Si por
ejemplo conozco a una persona y me cae mal, no puedo orinar delante de ella.
Cuando quiero probar si alguien es amigo mío, o no, lo invito a mear conmigo.
Si el chorrito sale: bien, es amigo mío. Si me tranco a pesar de hacer mil pis,
quiere decir que no es amigo mío. Yo conozco a Marcos desde hace como cuatro
años, pero de todos modos no pude orinar delante de él. Resultado: no es amigo
mío. Bueno. Esperé a que saliera y tranqué la puerta. Entonces hice pipí, y
después que hice pipí me senté nuevamente en el wáter a pensar. Quería pensar.
Quería saber de mí. Necesitaba saber quién era porque estaba medio rascado y en
un estado de excitación absoluta. O sea que Kika me tenía loco. Estaba
completamente chiflado por ti, Kika, y te amaba con locura. Por eso necesitaba
saber qué diablos podía hacer para conseguirte. Así que respiré y boté el aire
lentamente. Lo repetí diez veces, hasta que José entró, orinó y volvió a salir.
Cuando José se fue, me quité la camisa y me puse delante del espejo a ensayar
poses. le decía a Kika imaginariamente:
—Kika,
yo te amo. No huyas. Ven antes que la piel se pudra —que es la frasecita de la
película y es buenísima.
O
bien:
—La
ciudad nos pertenece, Kika. La ciudad nos pertenece. Es nuestra porque nosotros
somos los que la amamos.
hablaba
conmigo y ensayaba poses, y de repente se me ocurrió una idea buenísima:
aparecer con el pecho desnudo, y con rayas en la piel como los indios. Así que
cogió la pasta de dientes y me llené de cicatrices blancas. Claro que me daba
un poco de frío, pero valía la pena. De este modo, Kika se impresionaría. Dos:
al bailar tocaría mi cuero pintado y caería derrumbada por mis besos. Nada. No
había tiempo que perder. Abro la puerta y aparezco en escena. Apenas Kika me
ve, una risa libre. Marcos también ríe con envidia y Kika baila conmigo. pero
cuando terminé de bailar con Kika, José llegó a la sala y me gritó:
—¡Ahora
te pones la pasta de dientes!… ¡Tú como que estás loco!
Así
que me puse mi camisa y volví a la sala normalmente. Kika y Marcos hablaban y
bailaban muy juntitos. Y como si nada, me siento nuevamente en el suelo. Pero
cuando terminan de bailar, Kika se me acerca y me dice:
—Marcos
dijo que eras un payaso.
—¿Cómo?
—Que
tú eras un payaso.
—Así
es la cosa, ¿no?
Me
paré y le grité al enano:
—Mira,
Marcos… ¿Tú y que dices que soy un payaso, no?
—Sí…
¿Y qué?
—Que
si sigues dándole a la lengua te voy a aplastar.
—¿Cómo?
—Que
te voy a aplastar, enanito.
Se
río y la risa me desarmó.
Entonces
volví a sentarme en la sala. Ya no me provocaba nada. Kika creo que se dio
cuenta porque se me acercó y me dijo:
—¿Oye?
¿Qué te pasa, vale?
Ya
saben que no puedo hablar cuando me siento muy mal. Me levanté y me fui hasta
el cuarto del papá de José. Ahí dejó José la pistola. la saqué de la gaveta de
noche y me la puse en el pecho y me dije:
—Bueno.
¿Por qué no te matas de una vez?
Claro.
Ya sé. Ustedes van a pensar que es puro cuento. Pero palabra que quería
matarme. ¿Cómo les explico? Me sentía tan mal que me dio flojera apretar el
revólver.
Recuerdo
que apagué la luz y me senté. Quería saber qué diablos me ocurría. De pronto
alegre. De pronto mal. ¿Qué me sucede? ¿Por qué tantas cosas al mismo tiempo?
Cogí el revólver nuevamente y me lo coloqué en el pecho. Estaba temblando.
Recuerdo que me dije:
—¿Por
qué no quieres vivir?
Y
no supe cómo responderme.
De
pronto sentí ruidos y una sombra de mujer: Kika. Kika espiándome. Me dijo. Me
habló muy suave:
—Corcho…
Me
asusté.
—Corcho
—decía—. ¿Qué te pasa, vale? ¿Por qué haces eso?
Tampoco
le respondí. Kika se sentó junto a mí.
—Dame
el revólver.
—¿Para
qué?
—Dámelo.
Dame esa pistola.
Se
la di. Kika la guardó en la gaveta de la mesa de noche. Después volvió a
sentarse a mi lado y me dijo:
—¿Por
qué haces eso?
Yo
no podía responderte, Kika. No podía hablar. Quería morir. Quizá te parezca
estúpido, pero es verdad. Tampoco es verdad. O sea que no sé. Yo me decía:
—¿Quieres
vivir?
Y
me respondía:
—No.
Y
después:
—¿Quieres
matarte?
—No.
Tampoco.
¿Comprendes?
Ni siquiera sabía si quería vivir o no. Estaba peor que nunca y volví a llorar.
Kika se levantó de la cama y prendió la luz. Vi que también lloraba y le
pregunté:
—Oye,
Kika…, ¿por qué lloras?
Y
me dijo así mismo:
—¡Qué
sé yo!
Eso
fue todo. Después se fue del cuarto y me quedé solo. En mi vida creo yo que me
he sentido peor. No tenía fuerzas para nada. Estaba como desinflado. Sin
músculos. Sin nada. Me fui al cuarto de José, y después de tres horas, cuando
se fueron todos, me eché en la cama y ahí, en la oscuridad, me mordió el
diablo.
Piedra de mar (Monte
Ávila, 1968)
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